La web oficial de turismo de Andalucía, mantenida por el Gobierno autonómico, nos incita a dejarnos seducir por el litoral andaluz, “plagado de playas vírgenes, grandiosos acantilados y marismas llenas de vida”. Esos escenarios naturales así descritos atrajeron el año 2023 nada menos que 19,5 millones de turistas de litoral, la mayoría, como no puede ser de otra manera, apiñados en arenales en los meses de verano. Ese monumental “éxito” en el número de visitantes resta inevitablemente cierta virginidad a las playas andaluzas, aunque inyecta un no despreciable caudal de euros en la necesitada economía de nuestra comunidad. El litoral andaluz atrae también a otros visitantes menos conocidos, pero no por ello con menos solera. Se trata de las aves que nidifican en la arena. Además de gaviotas de varias especies y algunas aves del limo invernantes, como ostreros y vuelvepiedras, los arenales litorales son la casa desde hace milenios de dos especies en franca decadencia poblacional: el chorlitejo patinegro y el charrancito. Ambas nidifican directamente en la arena junto al mar. No construyen nidos elaborados y depositan sus crípticos huevos moteados sobre una leve depresión en la arena. El chorlitejo es residente y vive en las playas andaluzas todo el año. El charrancito es visitante estival. Llega desde sus cuarteles de invierno africanos en abril para reproducirse y migra de nuevo al sur a partir del mes de agosto.Chorlitejo patinegro incubando su puesta en la arena de la playa. JUAN J. NEGRO La población andaluza de chorlitejos patinegros se cifró en 374 parejas en 2020, según datos de la Junta de Andalucía. Las parejas nidificantes de charrancito, que es una especie social y cría en colonias que a veces superan las 100 parejas, serían unas 2000 en Andalucía, la mitad de ellas en la Bahía de Cádiz. Como ven, no son números nada halagüeños, sobre todo considerando que ambas especies muestran tendencias decrecientes. Teniendo en cuenta que Andalucía cuenta con más de 260 playas y unos 580 kilómetros de arenales, se puede estimar que, por término medio, cada playa toca a apenas una pareja y media de chorlitejo y unas pocas de charrancito. En realidad, la mayoría de playas no albergan ya ninguna de las dos especies, que han de refugiarse en los arenales menos congestionados. Curiosamente, o más bien lamentablemente, la playa más larga de España – con 28 kilómetros ininterrumpidos-; incluida además en el archiconocido parque nacional de Doñana, no tiene apenas aves nidificantes. Con gran valor paisajístico, es sin embargo la autopista del interior del Parque, como demuestran las rodadas de vehículos que la surcan de parte a parte. Cada día decenas de vehículos de coquineros, agentes e investigadores científicos la recorren para sus quehaceres cotidianos dejando poco margen a las aves nativas.Esta semana he tenido conocimiento de un hecho que viene a ser otro clavo en el ataúd de las aves de playa: los movimientos de arena para parchear la que se ha perdido en tramos de playa por los temporales de invierno y las corrientes. El litoral onubense en particular sufre año tras año esas pérdidas de arena. Y seguirá ocurriendo por mucho que se gaste en trasiego de arenas y en la construcción de espigones. Lo que no me parece de recibo, y es además ilegal, es que se acometan obras justo donde hay nidos y en la época de reproducción de las aves de playa, cuando deben criar a la próxima generación.Esto podría ocurrir, por ejemplo, en Isla Cristina este mes de junio. ¿De verdad no se puede esperar a que nazcan los pollos y se dispersen? Como sociedad, deberíamos tener la sensibilidad suficiente para acomodar especies con un papel en los ecosistemas litorales y que además los enriquecen y embellecen. Si queremos presumir de playas vírgenes, dejemos un espacio, siquiera ínfimo, para esas especies que siempre estuvieron allí y no tienen otro sitio donde ir. Es un deber ético y una concesión sencilla que no notarían los turistas, que seguirían disfrutando de centenares de kilómetros de playas. Que todavía nos regalen las aves con su presencia después de décadas de turismo masivo en una costa casi enteramente alicatada demuestra que la convivencia, aunque precaria, es posible.