El caso de la Quinta República

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Se han cumplido sesenta y siete años de la aprobación por la Asamblea Nacional francesa de las leyes constitucionales de 3 de junio de 1958, que dieron paso a una Constitución nueva, la Constitución de 1958, que una vez redactado el proyecto por el Gobierno, con la colaboración de una comisión consultiva y el Consejo de Estado, fue sometida directamente a referéndum y promulgada el mismo año. Esa fecha es importante en la historia constitucional desde el momento en que, aunque la Asamblea Nacional puso condiciones en la ley constitucional de reforma del artículo 90 de la Constitución para garantizar la democracia, la propuesta se hizo directamente al pueblo, mediante una propuesta del Gobierno, consultada una comisión parlamentaria y el Consejo de Estado. Los sucesos de Argelia habían puesto a Francia ante una crisis de todavía discutido origen y desarrollo, que culmina con el nombramiento del general De Gaulle como presidente del Consejo de Ministros y que abre el camino a la nueva Constitución de 4 de octubre de 1958. El incumplimiento constitucional siempre tiene un carácter insidioso, en el sentido de imperceptible. Es clásico el ejemplo de la Constitución de Weimar. Sin embargo, no hay causalidades. Si Gibbon, Carlyle o Toynbee coinciden en algo es en un recelo frente a un pronóstico fácil de las crisis y de los ciclos, aunque a la crisis siempre precede un estado flotante de desorden en los asuntos del Estado y un bloqueo, definido como una situación de imposibilidad de ejercicio de la función legislativa. La Constitución de 1978 está en este momento incumplida. El Gobierno no tiene la confianza del Parlamento. La eliminación del bipartidismo, con el PSOE como partido en el gobierno, pero ahora ya no hegemónico, ha concluido en una aceptación por etapas de un criptoproceso constituyente sin la mayoría requerida. No se puede confundir la negociación parlamentaria de los asuntos ordinarios con unas conversaciones –que se celebran fuera de España con el objetivo exclusivo de humillar al Estado– y centrada exclusivamente en la atribución a Cataluña de competencias, poderes y medios financieros que requieren reformar la Constitución. Esa es justamente la situación, la consecución de los objetivos perseguidos en 2017 a través de otros medios. La formación del Gobierno, a través de una investidura completamente anómala, ha bloqueado todo el proceso político, en un auténtico fallo sistémico del modelo constitucional. Y la alternancia en el poder de derecha e izquierda, favorable a ésta, no ha servido para corregir este rumbo, por la existencia de redes clientelares muy poderosas en los grandes partidos surgidas del régimen autonómico, y de sus excesos. Como tampoco ha servido para revertir procesos directamente lesivos de los ciudadanos, como la escasez y carestía de la vivienda, estrictamente vinculados con el anterior. La citada situación parlamentaria tiene la misma fuerza negativa que los acontecimientos en Francia en 1958, que dieron lugar a la ley que reformó el procedimiento de reforma constitucional y a una Constitución nueva. Las elecciones de 2023 han dado paso a una composición del Congreso de los Diputados en que la minoría que arbitra decide no ya su voto, sino lo que se tramita en el mismo y lo que no se tramita. Una modalidad de bloqueo siempre posible y muy parecido al que causó la dimisión del gabinete Pflimlin. La técnica negociadora de los apoyos puntuales fuerza al Gobierno a tener que crear constantes vías de elusión de la confianza de la Cámara, al carecer de esos apoyos salvo en los casos que la minoría elige, y que se caracterizan por un solo fin: dejar sin efecto la Constitución en su territorio. Ese es realmente el único objetivo de su voto favorable a la investidura. La adopción de medidas pactadas con los partidarios de la secesión por referéndum y la parálisis de la maquinaria del Gobierno, por mucho que se disimule, equivalen a la situación en 1956-1958 de la Cuarta República francesa, patente en la composición de la Asamblea Nacional. A pesar del intento de solución en la Constitución de 1978, el cuestionamiento de la comunidad estatal como instrumento político no solamente no se ha solucionado, sino que se ha agravado, y ha llegado a un final de partida con la intentona de secesión de 2017, que solamente se resuelve de dos modos: o se acepta pasivamente, esperando algún milagro, la existencia de nuevos sujetos territoriales soberanos a través de decretos, reglamentos, circulares o actos sin cobertura constitucional alguna, o se afirma la unidad política de España, la única existente, que asuma el carácter indivisible de la república, la democracia, y la decencia de la vida pública. No me estoy refiriendo aquí a la opción entre monarquía y república, sino a la base histórica del poder y a su carácter fáctico de realidad previa que dé lugar a un marco constitucional democrático reformado. El problema es que no tenemos a un Charles de Gaulle, un Michel Debré o un René Coty. Desgraciadamente. El primer órgano constitucional es el pueblo. El poder constituyente no es una abstracción, son los ciudadanos con derecho a voto. Se residencia con toda precisión en una lista de personas perfectamente identificables a través del censo electoral y se ejerce a través de una iniciativa legislativa popular. Los ciudadanos, a través de una comisión promotora o de una iniciativa, pueden plantear una revisión constitucional, para su examen por las Cámaras, y posterior referéndum, pues una forma referendaria siempre está disponible para ese cambio, y su ejercicio no es solo competencia del Gobierno, puesto que deriva directamente del artículo 2 de la Constitución. La llamada al poder constituyente es uno de los privilegios de la soberanía si se la ataca por medio de un proceso de sustitución constitucional tan artero como el que estamos viviendo. ¿Con qué contenido? El mismo de la ley constitucional francesa de 3 de junio de 1958: separación de poderes garantizada, responsabilidad parlamentaria del Gobierno, Justicia accesible e independiente, igualdad ante la ley, derechos políticos y sociales efectivos, sin que sea imprescindible una sola referencia a la organización territorial porque se parte de un Estado unitario. Y ahí la experiencia desde 1978 puede ser muy útil. Los errores cometidos relativos a la confianza en formaciones políticas insinceras, a la información y al consentimiento, se pueden enmendar. El poder constituyente del pueblo, como ocurrió en Francia en 1958 , es una alternativa siempre presente en los casos en que el sistema constitucional se pone en riesgo.