Los trenes de la España del caos

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La avería de la catenaria que ha bloqueado dos trenes a la altura de Toledo ha afectado a 26.000 pasajeros y ha interrumpido el servicio entre Madrid y el sur de España durante más de 14 horas. Ha sido el cuarto colapso ferroviario a gran escala en lo que llevamos de año. Hablamos de una sucesión de graves incidencias tan recurrentes (casi una por mes) que vistas junto a otros grandes fallos –por ejemplo, el gran apagón del 28 de abril del que los ciudadanos aún no tienen una explicación coherente por parte del Gobierno–, constituyen un signo preocupante del caos al que se acerca peligrosamente nuestro país. Lo que está en cuestión aquí no es ya la excelencia de la puntualidad de la que hacía gala la Alta Velocidad Española, un paraíso tan lejano que Renfe tuvo que modificar su reglamento de reembolso de los billetes por retrasos. Lo que las reiteradas averías han puesto en entredicho entre la ciudadanía es la garantía de que cualquier tren que uno tome vaya a llegar a su destino. Cuesta asumir las imágenes de pasajeros desesperados sin víveres, sofocados o helados de frío en un país que se había estructurado en materia de transporte sobre el hecho de que el tren era una forma de viajar confiable. Ejemplifica este desorden, más propio de países menos desarrollados, un ministro como Óscar Puente, incapaz de dar solución a los problemas de la red ferroviaria y responsable de una gestión que solo podemos lamentar. El responsable de la cartera, al que precedía en el cargo José Luis Ábalos (con el breve paréntesis entre ambos de Raquel Sánchez), hoy imputado por presunta corrupción en el caso Koldo, parece más centrado en la propaganda partidista, el gallináceo rifirrafe y en discutir en las redes sociales con sus adversarios y con los ciudadanos descontentos. No hace mucho, definía el momento ferroviario como «el mejor de la historia de España». Durante las horas que duró el último caos, los ciudadanos pudieron leer el último mensaje de X del presidente de Renfe en el que llamaba «payaso» a un usuario que se atrevía a rebatirle una cifras. En cualquiera de los colapsos, el propio ministro Puente no suele interrumpir su vitriólica y sectaria actividad tuitera contra la oposición, los jueces, los medios no afines y el resto de la «fachosfera». Parece obvio que los responsables de que los trenes funcionen están a otra cosa. Cabe recordar que la ex presidenta de Adif ha sido imputada en el caso Ábalos por malversación y tráfico de influencias. También se encuentra investigada por la contratación a dedo de una exnovia de Ábalos y las dependencias de su institución fueron registradas recientemente por agentes de la UCO. Donde falta diligencia se extiende también la sombra de la corrupción. Los trenes parados son una metáfora dolorosamente certera de un país y una legislatura sin rumbo manejados a ciegas por un Ejecutivo noqueado, además de por la corrupción, por su propia incapacidad de llevar adelante la mínima acción de gobierno necesaria para que las cosas funcionen. Sin el apoyo del legislativo para sacar adelante unos presupuestos y preocupado en una supervivencia diaria de guerra de guerrillas, se ha sumido en un marasmo político que le impide atajar los grandes problemas estructurales del país, unos complejos como el aumento del gasto en defensa y otros tan sencillos y evidentes como que los trenes lleguen a su destino. El sanchismo es incapaz de articular consensos con las regiones, ni con los socios de su tambaleante coalición y bracea en su bloqueo con excéntricos argumentarios que culpan de todo a fantasmales enemigos como la derecha, los jueces, la policía y la prensa mientras los trenes se paran una y otra vez.