Estoy a pocos días de empezar mis vacaciones y siento una sensación extraña, mezcla de necesidad de parar este ritmo frenético que es el fin de curso y de inquietud por quedarme sin musas para mis textos y teorías de andar por casa que de vez en cuando elaboro como si fueran verdaderos tratados de conducta.Confío en que el verano proveerá de personas e historietas suficientes para que mi enjuto ego filosófico dé rienda suelta a su desquicie y poder escribir textos con cierta regularidad.Por ahora tengo el almacén mental a rebosar porque las situaciones que provoca terminar el curso darían para una saga fantástica, algo así como la de Harry Potter pero situada en un colegio sevillano en un junio caluroso y muy, muy largo. Déjame que siga escribiendo sobre merecimiento, por favor. De nuevo, como ya pasó con el cierre de curso de segundo de bachillerato, se han vuelto a suceder las reclamaciones de alumnos alegando que se merecían notas más altas. Al parecer se está convirtiendo en una práctica cada vez más habitual en los centros educativos, sobre todo en los cursos de fin de ciclo o bachillerato, donde la nota es clave para poder acceder a los grados de formación profesional o tener una buena media final. O simplemente, para pasar de curso, apelando a las más diversas razones que nada tienen que ver con que el alumno haya asimilado o no las competencias y criterios necesarios para considerarlo preparado para afrontar el siguiente.Y es que la competitividad que vivimos en el ambiente académico se está volviendo insana y el concepto de merecimiento, tan presente en esta sociedad individualista, se está deformando a gusto del consumidor. No seré yo quien diga que cualquier tiempo pasado fue mejor porque sería una mentira como un piano de cola. No me considero fan de las locuciones latinas ni conceptos inmovilistas que fomenten el victimismo ni actitudes pesimistas, pero propondría un reality show en un colegio durante un curso, de septiembre a junio. Estoy convencida de que sería un éxito en muchos sentidos. Igual hasta se cambiaban leyes educativas y sociales, y si sueño a lo grande, puede que se incluyeran en los premios Nobel una categoría relacionaba con el ámbito educativo.Pero bajaré a tierra, que es más sano y productivo. Me centraré en contarte que a veces siento que formo parte de una red diseñada para que los jóvenes sean cada vez más influenciables, menos conscientes, estén más aborregados, huyan del sacrificio necesario para conseguir objetivos y si no huyen pero no consiguen lo que se han propuesto, lo intenten a través de alegatos que a veces rozan, no diré lo ridículo, pero sí lo inverosímil. Cierto es que hay un gran número de familias con criterio, remando junto a los docentes a una para formar a personas completas y llenas de sentido común y social. Que dentro de un marco tan complejo se toman en serio la formación de sus hijos y aplauden los logros y también los errores, porque saben que no hay mayor aprendizaje que equivocarse, que tomarse tiempo para recalcular el camino es necesario cuando el GPS se ha vuelto loco y se ha perdido la ruta. Estas personas, padres, madres o tutores legales de estos jóvenes son los que realmente están poniendo y regando las semillas para que podamos tener un futuro más que digno. Y no, no me refiero a aquellas que insisten en que en casa enseñan a tener respeto a los docentes pero en cuanto pueden sueltan el comentario o la crítica de qué podría haber hecho tal profesor o cómo debería calificarse tal o cual asignatura. No sé si hay alguna otra profesión tan objeto de un cuñadismo tan extremo, sobre todo si tus vástagos son las supuestas “víctimas” de tan incompetentes profesores.Me refiero, al contrario, a personas que se han parado a entender a sus hijos, que los han acompañado en la medida en que podían o estos les dejaban en las duras, porque en las maduras es fácil: beso, premio y foto de padre y/o madre orgullosos en Instagram, estado de Whatsapp y Facebook. Pero aceptar que tu hijo o hija no ha conseguido el objetivo que se ha propuesto duele, porque de alguna manera es también tu objetivo. Y porque los padres con dos dedos de frente estamos programados para que todo lo que les afecte, nos afecte multiplicado por mil. Pero a veces no nos damos cuenta, y me meto en el lote, de que sobreprotegerlos y mover ficha para intentar minimizar su decepción es lo peor que podemos hacer por ellos.Porque (créeme ahora porque de esto sé un poquito, igual que tú) va a llegar el momento en que se sientan solos, perdidos, decepcionados, genuinamente tristes, víctimas de injusticias y esta vez de verdad, y no podremos hacer más que estar presentes y abrazarlos. Tan poco y tantísimo a la vez. Y tendrán que ser ellos los que se levanten solos, con las muletas y las manos que podamos garantizarles, si es que podemos.No me gusta la idea de que el colegio sea el lugar donde se acuñen decepciones, pero en cualquier sitio donde haya más de dos personas se darán, eso es evidente: parejas, familia, amigos, trabajo, etc. Y en todos estos ámbitos podremos crecer si nos planteamos las caídas como escalones para saber cómo y sobre todo, cómo no. Me he prometido a mí misma no ahorrar a mis hijos ni una decepción ni situación desagradable, pero tampoco evitar un abrazo, palabra, beso o gesto de amor. Caerán, lo tengo claro, porque eso es lo que necesitarán para ser buenas personas. Se enfrentarán a la sombra donde lucirá su luz más potente si cabe, pero mientras, simplemente estaré, asegurándoles que todo, todo, todo pasará, y todo estará bien. Y si no lo está, no podré arreglarlo, pero tendrán público para desahogarse y comer helado, llorar, reír, maldecir, y lo que haga falta. Y el mundo seguirá, con toda probabilidad, girando.