El pasado jueves, el gobierno británico decidió dar carpetazo al ambicioso Morocco-UK Power Project, un cable submarino de 3.800 km que pretendía llevar a Devon electricidad solar y eólica procedente del Sáhara marroquí y abastecer hasta a siete millones de hogares. La razón oficial: «mejores beneficios económicos» y la prioridad de «construir capacidad doméstica». La decisión ilustra un viejo dilema energético que vuelve con renovada fuerza: ¿aprovechar la energía más barata de la historia, aunque venga de terceros países con mejores condiciones para su generación, o proteger la autosuficiencia nacional? La decisión recuerda al megaproyecto australiano Sun Cable, presentado en 2019, que aspira a cubrir una quinta parte de la demanda de Singapur con un parque solar de 10 GW y un cable HVDC de 4,300 km. Sus promotores lo resumen así: «no es cuestión de sí, sino de cuándo». El sol arrasa en el Excel. La Agencia Internacional de la Energía confirmó en 2020 que los parques fotovoltaicos ya generan «la electricidad más barata de la historia«, con costes por debajo de $20/MWh en los lugares con mejor radiación. Eso explica claramente la «fiebre exportadora»: países con desiertos y buenas condiciones de riesgo-país (Marruecos, Australia, Omán, Emiratos Árabes…) sueñan con convertirse en «la OPEP del sol». En Oriente Medio y el norte de África la capacidad renovable se ha multiplicado por diez en la última década y volverá a duplicarse antes de 2024. Egipto encabeza la lista con Benban Solar Park (1.5 GW) y los EAU baten récords de precios cada vez que licitan otra planta, con la idea de que no pueden seguir dependiendo del petróleo toda la vida. Pero la idea central es si resulta más interesante importar electrones o sobreconstruir parques propios. Un estudio plantea algo completamente contraintuitivo, pero muy interesante: cuando el sol y el viento son tan baratos, puede salir más económico «sobredimensionar» renovables nacionales y aceptar excedentes que depender de fósiles o de importaciones para las horas peores. La hipótesis enlaza con la idea de que la energía solar ya no compite solo por precio sino por seguridad de suministro, empleos y balance comercial, sobre todo cuando la idea es que, en 2030, todo el suministro provenga ya de fuentes renovables. Entonces, ¿por qué Londres cierra la puerta al cable sahariano? Las respuestas no están en los costes, sino en la soberanía y en la geopolítica, en el hecho de que la política pesa más que los kWh: por un lado, la seguridad de suministro: depender de un cable único expuesto a averías, tensiones diplomáticas o a un simple ancla mal lanzada convierte un «proyecto estratégico» en un single point of failure. Por otro, el interés por el desarrollo industrial interno: para Downing Street, cada libra invertida fuera es una libra que deja de crear empleos verdes dentro, precisamente en el momento en que la reindustrialización renovable se ha convertido en narrativa electoral. Y por último, la narrativa «buy local»: tras el Brexit energético (y el real), cualquier ministro teme explicar que la luz «británica» proviene del Magreb. Son los mismos recelos que frenan, en Singapur, la firma definitiva del acuerdo con Sun Cable, o que ralentizan los planes marroquíes de exportar energía a Europa continental. La energía más barata choca con la «energía patriótica». El riesgo, claramente, es matar el incentivo a la generación doméstica. Si los países templados pueden importar fotones low-cost, la presión para desplegar su propia infraestructura solar en tejados, aparcamientos o agrivoltaica disminuye. El lobby fósil lo sabe, y agita el espantajo de la «dependencia exterior» igual que antes agitaba el de la «intermitencia». Es cierto que un mix basado sólo en importaciones baratas puede desincentivar proyectos locales, pero el antídoto no es cerrar el grifo, sino diseñar reglas claras: por un lado, objetivos de cuota local, obligar a que parte de la demanda se cubra con renovables in situ aunque sean más caras inicialmente, con el fin de mantener la cadena de valor doméstica. Por otro, tarifas horarias inteligentes: si la red interna absorbe la energía importada cuando es abundante y barata, pero premia con mejores precios al productor local en horas punta, se pueden alinear incentivos. Y finalmente, interconexiones y almacenamiento: importar no excluye instalar sistemas de almacenamiento como baterías, estaciones de bombeo o eólica. Al revés: diversificar reduce la vulnerabilidad del sistema. En el fondo, el dilema se parece mucho al que existe entre apostar por nucleares o dejar que las renovables crezcan a sus anchas. Cada nuevo reactor aporta un bloque de generación rígido y carísimo, pensado para funcionar las veinticuatro horas, que desplaza a la eólica y al sol cuando sopla el viento o brilla el día, restándoles mercado y bajando artificialmente sus rentabilidades. Evitar la nuclear, en cambio, permite sobreinstalar renovables ultrabaratas, acompañarlas de almacenamiento y demand-response, y ahorrarse tanto los sobrecostes astronómicos derivados la construcción, como los residuos radioactivos que habrá que vigilar durante siglos. En otras palabras: la misma balanza entre «seguridad» y «precio», pero esta vez con el añadido de la herencia nuclear que nadie quiere custodiar.La virtud parece estar en el punto medio: ni xenofilia ni autarquía. La electricidad solar ultrabarata es una bendición climática, y renunciar a ella por miedo es dispararse en el pie. Sin embargo, delegar toda la generación en terceros es cambiar la OPEP actual por una «OPEP del sol». Buscar un equilibrio parece lo más interesante: aprovechar las ventajas comparativas de los desiertos lejanos, y seguir llenando de paneles cada azotea propia.Reino Unido ha optado por cerrarse, tal vez en exceso. Singapur, sin recursos naturales, parece dispuesto a abrirse. Europa continental, sobre todo España, puede y debe aspirar a ambas cosas: ser exportadora neta y, a la vez, reforzar la resiliencia interior. Porque la transición energética no es sólo cuestión de céntimos por kilovatio hora: también va de cadenas de suministro, de empleos, de diplomacia, y de asegurar que el interruptor siga dando luz cuando más lo necesitemos.