Estuvieron por primera vez en Sevilla en junio de 1992 para la Expo , dejándonos una profunda emoción, con la batuta de Kurt Masur . Casi 33 años después, y a las órdenes de Andris Nelsons nos traían dos obras desiguales en esta gira europea. La primera es una poco frecuentada: 'La rueca de oro' de Antonin Dvořák , un poema sinfónico que, como es habitual, intenta transustanciar un historia, un texto, unas sensaciones, a música, lo que parece garantizar y justificar la enorme orquesta, al margen de la sinfonía mahleriana. Pero es lo truculento, lo siniestro, lo aciago de la historia que cuenta la música, la que debería haber añadido todavía más movimiento, más dinamismo, más 'color' a la historia 'gore' que nos narra , la de una joven que es desmembrada por su madrastra y hermanastra para suplantarla, cosa que consiguen arrancándole los ojos con los que elaboran un hechizo para hacerse pasar por la amada del rey. Del blanco de la dulce princesa al negro de las brujas y la vuelta al fundido en blanco del 'happy end' imagínense la cantidad de tinturas, de sensaciones, de cambios de humor que pueden caber; no digamos cuando el rey engañado las expulsa para que se las coman los lobos (literal, que no es un decir). Pues nada de eso sentimos. Todos se limitaron a leer gregariamente el papel que tenían delante , como si estuvieran hojeando el periódico, lo que incluía que si había que desajustarse, pues se hacía y chimpún. Y hablamos de toda la primera parte del programa. Pero siempre lo mismo: se marchan al descanso y toman la poción mágica de ya-nos-hemos-quitado-la-mitad-sin-esfuerzo , y ahora a currar de lo lindo. Y de qué manera, qué Mahler, qué 'Cuarta', qué sueño (no el de la primera parte, sino el de los sentidos). La 'Cuarta' de Mahler es un punto de llegada y de regreso con respecto a las anteriores sinfonías, ya que vuelve a los cuatro movimientos, se suprimen los trombones y tuba, conserva a una solista -pero no al coro- y se acorta la duración, alcanzando un movimiento concentrado y compendiado. Y aún podríamos encapsular más sus elementos : la textura orquestal se polariza en secciones (se reserva mucho la orquesta completa), a la vez que se enriquecen los colores que engalanan cada parte de los movimientos, cada variación, cada repetición, con lo que se consigue definir más cuidadosamente las referidas melodías, secciones y dinámicas, con prolijidad de relojero. Esta focalización de las secciones suponía la irrupción de cadenciosas y acompasadas explosiones que destacaban la singularidad textural de la orquesta. La oposición de los violines I y II suponía que los II se cambiaban por los chelos y los contrabajos se pasaban a la izquierda. Y lo que en la primera mitad servía para entristecer aún más el resultado, aquí los 'pizzicati'de esos gigantes llenaban la escena con una fuerza contrastante que desarmaba. Es verdad que mientras que los violines II apenas habían seguido una pequeña imitación de los I al final del poema sinfónico, en la sinfonía la interacción era constante, y por tanto justificaba el cambio de posición frente a la habitual. Y hemos de pararnos aquí porque estos violines (I y II) que sonaban en Dvořák mates, como detrás de un velo escénico, aquí estaban llenos de brío, fuerza, expresividad… Pero verdaderamente nunca pudimos alegrarnos más de que el III movimiento durase tanto. Su inicio es sobrecogedor en manos de este director y de esta orquesta: a violas, chelos y contrabajos en 'pizzicato' en un delicado 'pianissimo' se le fueron añadiendo los II, luego los I y finalmente un penetrante oboe que sirvió para ir levantando un maravilloso tapiz durante más de veinte minutos, que hubiera sido sublime si la gente llegara tosida de casa y, si no, que refrescaran la memoria de lo que hacíamos en la pandemia: tosernos en el brazo. Porque cada tos -mejor, cada 'aclaramiento' de la voz (que si no se va a cantar no es necesario, al menos con esa fuerza)- era un dardo clavado en uno de esos momentos que sólo podemos alcanzar en la vida con ayuda de unos músicos tan capacitados. Sin embargo, no todo fue dulzura: también asistimos a repuntes de sonido 'in crescendo', timbales incluidos, luego a un bailable y una suave extinción del movimiento. Por último, el IV movimiento viene a cuento seguramente de aquello que mantenía Bernstein en tanto que los judíos cuando mueren no tienen la esperanza de otra vida, mientras que los cristianos pueden alcanzar la vida celestial, que Mahler nos cuenta como dotado de rica y variada comida para todos los gustos con el concurso de innumerables santos que la facilitarían, pensando como «cielo de los pobres, de los miserables, de los hambrientos, verdadero sustrato de las canciones populares». La 'santa' que nos lo cantó/contó fue Christiane Karg , una soprano bávara, conocedora bien estas melodías basadas en cantos populares y que sólo ellas pueden hacerlo como nadie. Aquí no hay agudos providenciales, ni graves abisales, sino un saber cantar con destacada calidad, color de voz, claridad de dicción, fraseo limpio, elegante y exquisito, complementando una actuación completamente celestial.