Parece que en España no hay nada que sepamos hacer bien. Algunos autores, como Borja de Riquer o Javier Corcuera, han insistido en la debilidad de la “nacionalización española”. España habría fracasado como nación en el siglo de las naciones. Esta es la tesis sobre la que han girado innumerables debates en los últimos años. Un Estado débil, con escasos recursos económicos, habría sido incapaz de vertebrar la nación a través de instrumentos como el servicio militar o el sistema educativo.¿Fueron así las cosas? Para Andrés de Blas Guerrero, la realidad sería la contraria. El Estado español estaba tan firmemente asentado que apenas necesitó recurrir a la ideología nacionalista como fuente de legitimidad. Esa ideología, de todas formas, fue muy importante en su versión liberal. Respecto al supuesto fracaso del Estado, Juan Sisinio Pérez Garzón apunta dos factores que los partidarios de la débil nacionalización no tienen en cuenta: la unidad política y el establecimiento de un mercado nacional.Álvarez Junco, por su parte, considera que la construcción nacional, a lo largo del siglo XIX, se realizó con un grado razonable de éxito aunque, por ejemplo, la bandera rojigualda de Carlos III no ondeara en los edificios públicos hasta una fecha tan tardía como 1908. A su vez, Javier Moreno Luzón y Xosé M. Núñez Seixas apuntan que el Himno de Riego, el equivalente español de La Marsellesa, constituyó una herramienta efectiva de nacionalización pese a su carácter sectario, puesto que solo representaba a la izquierda liberal. Para estos autores, la bandera rojigualda, en el siglo XIX, ya era un símbolo muy difundido y utilizado “por grupos significativos de la población española, sobre todo en las ciudades y entre las clases medias, lo cual contradice las visiones melancólicas que han insistido en su escasa aceptación pública”.La controversia está mediatizada por diversos tipos de falacia. La ausencia de una educación universal no es, en realidad, un argumento de peso. Excluye la posibilidad de que gente sin estudios pueda profesar intensos sentimientos patrióticos, como, de hecho, tantas veces ha sucedido. La religión tampoco supuso un obstáculo a la nación puesto que encontramos el nacionalcatolicismo, es decir, la fusión de la fe con el patriotismo, de una fe intolerante con un patriotismo exclusivista. En cuanto a la existencia de lealtades locales, se ha cuestionado que estas fueran, en la práctica, incompatibles con una lealtad española.La tesis de la debilidad de la nacionalización española depende de una pregunta previa. ¿Debilidad respecto a qué? Si hacemos la comparación con Francia, el arquetipo del jacobinismo, llegaremos a una conclusión. Cuestionable, en realidad. ¿Hay un fracaso de Madrid en no emular a París? También podríamos pensar que el déficit existe al norte de los Pirineos, en la construcción de un modelo territorial que respete la pluralidad de las provincias. Pero no parece que ningún estudioso hay escrito un libro titulado “Francia, la debilidad de la nación plural”.Nuestro punto de vista será otro si miramos a países europeos como Austria: la supuesta fragilidad del Estado hispano ya no parece tanta. Sobre todo si tenemos en cuenta que el modelo confederal patrocinado desde Viena no resistió la derrota de 1918 en la Primera Guerra Mundial. España, en cambio, aguantó todas sus crisis. Su caso, cuando lo analizamos en una perspectiva comparada, dista de ser excepcional. Lo comprobamos en la actualidad con las tensiones que sufre Gran Bretaña en Escocia, por no hablar de un problema irlandés que arrojó miles de muertos. Italia, a su vez, tampoco se libra de tensiones interterritoriales. Ahí está la fantasmal propuesta de la “Padania”, con un argumento mil veces repetido en otras latitudes: las regiones ricas del Norte se quejan de que los territorios pobres del Sur suponen un oneroso lastre. En Bélgica, mientras tanto, el antagonismo entre flamencos y valones ha condicionado la gobernabilidad del país.La tesis de la débil nacionalización resulta incompatible, además, con la existencia cada vez más fuerte de los nacionalismos periféricos. En Cataluña o el País Vasco, determinados sectores sociales perciben la identidad española como una imposición y una amenaza para la personalidad propia. Si la nacionalización española fuera tan insignificante, esta sensación no hubiera existido. Es precisamente por la presencia de lo español que se producen reacciones que tratan de frenar lo que parece un proceso de asimilación intolerable. Dicho de otra manera: no se puede decir, a la vez, que España era una nación débil y una nación tiránica. Una cosa o la otra. O ninguna de las dos. Los nacionalismos subestatales, a fin de cuentas, tampoco concitan unanimidad y no por eso se hablado de la débil nacionalización catalana o la débil nacionalización vasca. Es más: resulta incoherente postular una débil nacionalización española por la falta de un Estado fuerte y sostener, al mismo tiempo, una nacionalización fuerte en territorios periféricos donde ni siquiera existía un Estado propio.