Ardiendo

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Ha vuelto a ocurrir. No lo he visto venir pero ha pasado: por tercera vez en un año, mi Alegría de la casa ha muerto, víctima del calor y los pulgones. Ni el insecticida, ni las cancioncillas a media voz, ni nada de lo poco que he podido hacer han conseguido parar la hecatombe. Mientras escribo estas palabras una especie de esqueleto en forma de cuatro ramas verduscas yace a mi lado, literalmente pelado y mondado.Las hormigas, causantes de todo este estropicio, siguen intentando colonizar mi terraza desafiándome, corriendo rápido y dejando cadáveres de plantas a su paso. A mí siempre me han caído bien las hormigas, conste en acta, pero esta vez se han pasado. Puede que las olas de calor me hayan cogido centrada en terminar el curso y no haya hecho todo lo que estaba en mi mano para intentar salvar al orgullo de mi terraza (ahora ya puedo decir que siempre fue mi favorita), pero en mi defensa diré que vivir en Sevilla en verano suele ser un desafío vital para todo tipo de especie viviente.Hace unos meses, hablando con mi hermana que como algunos sabéis es una experta en plantas, me dijo algo que me llegó al alma por lo triste y lo esperanzador a la vez: a veces lo mejor es dejarlas morir. En esta ocasión el que estaba en peligro era el rosal, que por cierto y contra todo pronóstico, sobrevivió.Como digo, me impactó mucho darme cuenta de cuánta razón llevaba: insistir en mantener vivas cosas que no están destinadas a estarlo supone una energía que no dedicas a mejorar lo que sí quiere vivir. Aplica a plantas, relaciones y, aunque no seré yo quien se meta en jardines que no corresponden, también a la persona. Y no me refiero a nada que tenga que ver con la eutanasia, entiendo que cada cual tiene su opinión, pero sí a dejarse morir de forma consciente en aquello que simplemente ya no funciona dentro de uno mismo.Pondré un ejemplo práctico: me cuesta la vida engancharme a una serie. Lo he intentado, y alguna he visto, de corta duración por lo general. Me quedé sin ver la última temporada de Juego de Tronos para asombro de muchos amigos que no entendían que dejara de verla después de tanto tiempo invertido. No sé por qué fue, supongo que me dio coraje tener que esperar meses para poder verla y nunca más tuve curiosidad. Culpable de todos los cargos. Pero si no me suele gustar, ¿para qué me voy a forzar pudiendo leer tantísimos libros? Es cierto que a veces me pierdo en conversaciones en las que se habla de lo bien que un actor hace de no sé quién o lo maravillosa que es la imagen de no sé qué, pero acepto mi ignorancia con dignidad.He dejado morir mi leve faceta binge watching (queda moderno decirlo en inglés, significa adicción a las series) que en realidad agonizaba desde que terminó Falcon Crest.También he dejado morir mi ramalazo peleón cuando me dicen que estoy blanca, ya ni siquiera mando los links de reputados dermatólogos hablando del cáncer de piel, como tampoco sigo mandando la ubicación de la facultad de Filología cuando me hablan de la suerte que tenemos los profesores en verano. Muerta, dead, mort, caput: energía reservada para otras cosas más gustosas.Otra cosa que he dejado morir es mi necesidad de buscar una explicación a lo que me pasa, a mí y a los míos. Hablando con una amiga, me decía que llevaba unos meses conociendo a un chico pero que lo habían dejado varias veces y le aterraba terminar del todo porque estaba muy enganchada a él. En la conversación le solté la frase de mi hermana pero pasada por un filtro romántico: a veces es mejor dejar morir lo que no se mantiene, o se mantiene a base de una energía desproporcionada. Es duro y duele porque ya partes del trabajo que ha costado sostener las caídas, pero tan necesario como dejar morir a la planta que agoniza. Porque esa ausencia será la tierra abonada para nuevas flores, nuevas risas, nuevos retos. Habrá quien piense que a veces ciertas situaciones y relaciones renacen, y sin pretender ser una Grinch existencialista, creo que dar espacio y tiempo tiene sentido solo cuando de alguna manera has dejado morir la parte de ti que espera el milagro. Mi rosal renació y de nuevo el calor está causando estragos en sus ramas. Sigue, sí, pero a duras penas.Glennon Doyle, en su libro Indomable propone una idea parecida: dejar todo arder. Construir desde la base, quemando lo que ya no vale y asumiendo la pérdida como la ganancia más efectiva. El fuego destruye y genera, como una hoguera de San Juan en un día cualquiera, que será el día en el que en realidad aceptes que todo pasa.Y creo que el fuego es mucho más poderoso que la tibieza: si puedo elegir solo quiero tibio el café del recreo, y porque voy con prisas. Lo tibio puede parecer agradable al principio, pero en realidad no es ni frío ni calor, solo indecisión que puede venir bien, pero solo en determinados momentos en los que, igual que con el café, impere la prisa y el solucionar sin poner demasiado foco.En fin, puede parecer que sé de lo que hablo cuando en realidad solo siento pena porque ya no veo el rojo chillón al mirar hacia el balcón, ni está ni se le espera. Dejaré pasar el verano y compraré otra Alegría roja, que no será la misma, pero como ya sé más, podrá estar mejor cuidada. Retiraré las ramas parduscas, pondré la tierra en barbecho para asegurar los nutrientes para la siguiente Alegría y mientras me deleitaré con todas las demás plantas, que no relucen tanto pero soportan el calor como jabatas. Y amiga, si me estás leyendo, haz lo mismo: deja que todo arda. Yo y muchos más seguimos  en tu terraza, que por cierto, es preciosa.