La Amargura o el sueño de una noche de verano

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Escribió Shakespeare que el amor y la muda sencillez hablan más en menos palabras. Y podría pensarse que se refería al quebranto callado y humilde de la Virgen de la Amargura, de mirada huidiza y expresión maternal. Pero el dramaturgo inglés nunca vio a la Amargura en la calle. No estuvieron en el mismo lugar ni fueron coetáneos en el tiempo, un tiempo que, visto así, se antoja difuso, ya que pareciera que la dolorosa de San Juan de la Palma llevase una eternidad en su templo. Se cumplen trescientos años desde que la hermandad recaló en la feligresía, nada más y nada menos. ¿Es motivo suficiente para sacar una procesión extraordinaria? Que cada uno lo valore en función de sus estándares. Lo que es seguro es que las estampas que dejó la Amargura en las últimas horas de mayo y las primeras de junio van directas a un lugar destacado de la memoria de muchos cofrades. También un lugar destacado ocupó el intenso calor de la jornada. El termómetro, que había rozado los 40 grados centígrados en las horas centrales del día, marcaba 35 en los instantes previos a que se abrieran las puertas de San Pedro para que empezara a salir el cortejo. Mientras en el interior del templo se rezaba la sabatina, los cofrades más valientes, ataviados con prendas ligeras y de manga corta, se repartían como buenamente podían a lo largo de una plaza de San Pedro y una calle Imagen en las que el tráfico discurrió con total normalidad hasta minutos antes de la procesión, que dio comienzo con una puntualidad inglesa a las nueve de la tarde. Diez minutos después sonaron los primeros compases de 'Amarguras' mientras la Virgen avanzaba aún en el interior de la iglesia, la parroquia a la que pertenece la hermandad, y en la que, sin embargo, no había estado nunca antes en toda su historia. Salió la imagen en su paso, pero despojada del palio –no le hacía falta–, y todas las miradas se fueron flechadas hacia ella presas de su magnetismo. No llegó a bañar el sol su cara, puesto que atardecía y ya se escondía el astro rey tras los horrendos bloques de pisos de la calle Imagen. La bucólica luz de lo que ahora llaman la 'golden hour' puso el marco perfecto a una salida tan inusual como soberbia. El himno de la Semana Santa de Sevilla interpretado por la banda del Carmen de Salteras fue la puerta de acceso a toda una cascada de emociones. Después sonaron 'Coronación de la Macarena', 'El Corpus' y 'Virgen de la Paz', entre muchas otras. El público no tenía reparo en aplaudir. Triunfal es el calificativo con el que la hermandad había denominado previamente a esta procesión. Con ella, la corporación del Domingo de Ramos dejó bien claro que entiende de sobra lo que significa el concepto extraordinario. Y es que casi todo era diferente a Semana Santa. En primer lugar, como es obvio, la fecha. El calor aún más intenso y pegajoso que en las estaciones de penitencia más soleadas. Las andas procesionales, sin techo, varales ni bambalinas pero con los candelabros del paso de misterio del Señor del Silencio. El repertorio musical alegre y variado, pero siempre exquisito. Y el recorrido, por calles mucho más sinuosas que las de marzo o abril. No obstante, había cosas que permanecieron inmutables. Las más importantes, de hecho. El buen gusto, la compostura y la perfección de una cofradía hecha para verla de cabo a rabo. Y, sobre todo, la unción sagrada de la Amargura, que mostraba la misma hondura de siempre, ese algo especial que sólo tienen un puñado de tallas de Sevilla, devociones fundamentales para entender la religiosidad en la ciudad, como bien saben todos los que la conocen. Entre quienes mejor la conocen se encuentran, como no podía ser de otra forma, las Hermanas de la Cruz. Las religiosas de la Compañía, que está conmemorando sus 150 años con un año jubilar, tuvieron el privilegio de pasar la noche del viernes a solas con la Amargura en el convento. La tarde del sábado ya había dejado paso a la noche cuando la Virgen volvió a presentarse ante las hermanitas, que poco más de doce horas después de su marcha ya la echaban de menos. En el momento de la despedida definitiva sonó el centenario trío de 'La Estrella sublime'. Las monjas no querían dejar que se fuera la flor más tierna del rosal hispalense, que dejó con ellas la fragancia de sus pétalos y se guardo para sí misma las espinas de la pasión de su hijo. No conoció Shakespeare a la Amargura, pero lo que se vivió en los alrededores de San Juan Bautista, vulgo de la Palma, fue verdaderamente el sueño de una noche de verano. Despiertos soñaron los vecinos de calles como Jerónimo Hernández, Regina, Viejos, Amparo y Viriato cuando la Virgen pasó por delante de sus casas, engalanadas para la ocasión con banderas con la emblemática cruz de Malta, colgaduras con las letanías de la Virgen e incluso mantones de manila. No era para menos, ya que no tienen la dicha de que la Amargura bendiga sus hogares cada año. Esta era su noche. La noche del barrio, uno de esos antiguos barrios intramuros, que estaba de fiesta, y se notaba. El ambiente alegre de la celebración, que incluyó hasta una lluvia de pétalos a la Virgen y cangrejeros delante del paso, estuvo enmarcado, sin embargo, dentro de la mesura y el carácter solemne de la hermandad. Tan auténtico es quien no lo desborda todo sin complejos como el que no renuncia al garbo y la elegancia que le caracterizan. Una elegancia y saber estar que mantuvieron también los cofrades, algunos de ellos abanico en mano, a pesar del gran bochorno que hizo. En la plaza del Pozo Santo hubo un puesto de avituallamiento de Emasesa que, a buen seguro, evitó más de una lipotimia. No lo tuvo fácil la luna para ver el rostro de la Amargura, pero hizo un esfuerzo ímprobo. Si cada Domingo de Ramos, la luna de Parasceve –o cercana a la misma– se lamenta por no poder detenerse en las facciones de la Virgen a través de los bordados juanmanuelinos de su palio, en esta calurosa noche con la que junio hizo acto de presencia en Sevilla no había barrera alguna que impidiera su contemplación desde la bóveda celeste. Sin embargo, la luna acababa de ser nueva y crecía tímidamente para tratar de adivinar las tres lágrimas de la Virgen cuando, ya en noche cerrada, volvía por Anchalaferia a su iglesia de San Juan de la Palma. Con sabor añejo, pero ofreciendo estampas nuevas. Con el peso que da la historia y el impulso que da el crecimiento que ha experimentado la hermandad en los últimos años. Sevilla acompañó a la Amargura hasta que el final de la célebre partitura de Manuel Font de Anta. Las hadas del mágico bosque conformado por el entramado de callejuelas del Centro pertenecientes a la feligresía de San Pedro hicieron de las suyas creando una suerte de ilusión de Domingo de Ramos de la que nadie quería salir. Fue la magia de una noche que, si bien no era la del solsticio de verano –aunque cualquiera lo diría por las temperaturas–, sí que fue la de San Juan... de la Palma. Si Shakespeare hubiera conocido la Semana Santa de Sevilla, se habría hecho hermano de la Amargura.