Cualquier proyecto de país debe sustentarse en pilares firmes basados en la cohesión social y en la identificación de la ciudadanía con los elementos fundamentales de dicho proyecto, requiriendo de una serie de consensos o, si se prefiere, de acuerdos mínimos. No sería difícil identificar los temas en torno a los que podría girar cualquier proyecto común. Son autoevidentes los aspectos indispensables, algunos de ellos muy básicos y elementales, con los que al menos una mayoría importante se sentiría cómoda, y sobre cuya base se podrían afrontar los problemas estructurales que se plantean en la actualidad.Conseguir la mejora de vida en condiciones lo más equitativas posibles; aspirar a una seguridad estratégica que aporte certidumbre en momentos de crisis; una política exterior estable y, sobre todo, confiable; un sistema de protección social que ampare a los ciudadanos en situaciones de necesidad; un sistema educativo potente que favorezca la formación en valores y la cualificación profesional requerida para un mercado de trabajo en cambio; un modelo de ciencia que permita el desarrollo como país e incluya la innovación como elemento diferencial de desarrollo ante el reto que suponen los procesos de transición en los que estamos ineludiblemente inmersos; un sistema productivo y económico robusto que permita el desarrollo empresarial y un modelo de empleo digno, estable y bien remunerado; un sistema de impuestos justo conforme a los principios marcados constitucionalmente, consensuado y estable; y, por supuesto, la atención suficiente a los problemas que afectan de manera estructural a las legítimas aspiraciones de desarrollo familiar y personal, entre las que muy significadamente habría que situar la vivienda y las expectativas de nuestros jóvenes.Pero, una vez que sabemos qué queremos hacer, y hemos reunido la suficiente legitimidad para hacerlo, necesitamos que alguien lo haga. Ello requiere lo que denominamos “liderazgo”, es decir, tener la capacidad de asumir y proyectar las expectativas de la ciudadanía, sabiendo trasladarlas a la acción política de lo posible.Liderazgo político, ¿un atributo individual?Probablemente por motivos culturales profundos, que incluso afectan a cómo contamos y aprendemos la Historia, solemos hablar del liderazgo político como un atributo individual. Hacerlo, puede sin duda simplificar los relatos, tanto del pasado como de las propuestas políticas a futuro, pero empobrece la percepción del carácter colectivo de las aspiraciones más importantes de la sociedad. Como colectivo es el proyecto, colectiva debería ser la manera de implementarlo.Sin embargo, la falta de liderazgos y de referentes colectivos es una constante. Surgen formas de personalismo que degradan la voluntad basada en el acuerdo. El personalismo, como expresión del populismo, supone una simplificación máxima de mensajes, que se pretenden identificar con una persona a la que se considera “líder”. Se asimila con un ideal tan simple como próximo a lo tribal.La manera de concebir esta forma de liderazgo puede ser variable, pero siempre responde a parámetros fácilmente identificables. Independientemente de cómo se determine el líder, a veces por procedimientos formalmente democráticos, la constante es el abandono de la participación real de la ciudadanía, sustituyéndola por una pretendida legitimación absoluta de lo que determine el líder y su entorno. La búsqueda del enfrentamiento con el otro se convierte en la forma referencial de la acción política, provocando la polarización como presupuesto más que como efecto, y redundando en formas de desinformación conscientes. Además, cuando cae el líder, parece inevitable que caiga el proyecto, porque en ese momento ya ha quedado vacío de contenido.En esta forma de actuación, hay sin duda una perversión del sistema, y se ponen de manifiesto muchos riesgos. La inmediatez de la política nos lleva, a veces, a soluciones coyunturales para problemas estructurales. La polarización provoca el desprecio del contrincante y la ruptura de puentes de entendimiento, que deberían ser ineludibles entre las distintas opciones. En el fondo, no son más que formas de anteponer intereses particulares, en distintas y posibles manifestaciones, sobre el bien común. La democracia liberal es, sin duda, compleja. Exige la participación de ciudadanos formados e informados, alejada de la táctica inmediata como forma exclusiva de hacer política y sustentada en una opinión pública conformada tras procesos sosegados de reflexión, sobre los temas realmente importantes y dirigidos al beneficio general. Por supuesto, debe construirse desde el respeto y el reconocimiento de una libertad de pensamiento y opinión, que permita la expresión libre de ideas y legítimas aspiraciones. Obviamente también desde la responsabilidad y la transparencia. Posiblemente, la táctica política de lo inmediato sea inevitable. Como un mal que hay que soportar o como un fallo sistémico que hay que asumir, como propio de cualquier sistema de partidos. Pero, si se comprende como la única vía de “acción política”, hasta confundirla con el funcionamiento y la finalidad de la “cosa pública”, se logrará la desafección ciudadana, un alejamiento de la política y un cuestionamiento del propio proceso democrático.La perversión del poder democráticoSi los gobiernos, o quienes aspiran a serlo, no están atentos más que a favorecer las estructuras reales de poder (muchas veces ocultas) a cambio, más que de gobernar, de asegurar sus aspiraciones de estar o permanecer, se pervierte el propio sentido del poder democrático; se difumina su función y se diluye en las tensiones que crea la polarización y en la consagración de movimientos identitarios excluyentes, comprendidos como formas de división social que dificultan, cuando no impiden, la necesaria cohesión. En momentos de cambio como los que estamos viviendo, la acción de los agentes políticos y económicos deberían centrarse en los objetivos comunes, incluyendo el deber de intentar aportar estabilidad y certidumbre para permitir, en lo posible, el desarrollo de las aspiraciones legítimas de los ciudadanos y ciudadanas. Lo contrario es relegar la acción legítima del gobierno a un rol secundario.Por ello es esencial el respeto a las instituciones. Un respeto que debe partir de ellas mismas en el cumplimiento de sus deberes para con la sociedad a la que sirven y representan. Sobre ellas debe construirse el liderazgo colectivo del que hablamos, ese que muchos echamos de menos, y que tan necesario parece como forma de expresión de la voluntad general sobre la que debiera girar un proyecto común de país que, sin duda, vale la pena.