Carlos Delirio, el indómito pintor de la marisma: "Yo no he estudiado; lo que quiero es que me estudien a mí"

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En pleno barrio del Pradillo, cualquiera que pase por la puerta de su estudio puede ver cada día al pintor Carlos Delirio concentrado frente a su caballete, con esos ojos diminutos detrás de sus lentes que miran más hacia su interior que al trasiego de la calle, rematando la mayoría de las veces paisajes marismeños que previamente ha fotografiado. “Ya solo voy a la marisma cuando algún amigo me lleva”, confiesa ahora que ya se ha jubilado y que puede permitirse el lujo de abocetar apenas el paisaje que otea desde los muros de contención y terminarlo luego en su casa, “porque yo la marisma la tengo aquí”, dice, señalándose la sien. Desde luego, la ha recorrido a pie durante toda su vida, desde aquella primera vez –“tendría yo 18 años”- en que empezó a observarla, a interiorizarla y “a quererla como se quiere a una mujer”, dice adoptando un tono poético, porque a Carlos Delirio le gusta poetizar el paisaje antes de enfrentarse a él, antes de manchar el lienzo, antes de retratarlo bajo el prisma de su mirada “que no es el enfoque perfectamente manipulado de una cámara fotográfica”, insiste. “Porque si tengo que pintarte a ti, por ejemplo, tengo que pintar también el aire que hay entre tú y yo, y eso solo lo puede hacer un artista después de querer lo que está pintando”.Delirio no es solo un pintor de paisajes agrestes –“la marisma es muy fea”, sostiene, “pero hay que encontrarle la belleza de sus colores cambiantes”-, sino un metafísico de la soledad salvaje. “Solamente en soledad, en medio del campo, se puede pintar, una vez que te has encontrado a ti mismo”, explica mientras divisa el horizonte marismeño ahora que no lo han inundado de agua todavía. “Cuando ya pase El Rocío, abrirán las compuertas y todo esto se llenará de agua para los arrozales”, indica. “A mí cuando más me gusta la marisma es en otoño, cuando se mezcla el cielo con la tierra”. Carlos Delirio en su estudio, donde suele organizarse una tertulia de amigos cada mañana en torno a su caballete. MAURI BUHIGASCarlos comenzó a pintar con seis añitos, y ya no ha parado de hacerlo, aunque haya tenido que trabajar en otras muchas cosas. MAURI BUHIGASLo de Delirio, que le viene tan al pelo de su personalidad, no es suyo, sino de su padre, que tuvo doce hijos con la esposa que antes había sido novia y cuyo padre “no lo tragaba mucho”. “Mi padre, incluso trabajando en el campo, cantaba entonces que a su novia la quería con delirio”, cuenta Carlos ahora, riéndose a carcajadas, “y Delirio se le quedó”.Delirio fue, por tanto, un apodo paterno fundado en una palabra surgida en la poetización del amor en plena faena agrícola. “La quiero con delirio”, le decía mi padre a todo el que le preguntaba por su novia. Hoy hay muchos Delirios en Los Palacios y Villafranca, todos hijos y nietos de aquel Antonio Alonso –Alonso como El Quijote- que quiso con delirio a su novia y tuvo con ella las doce tribus de Israel. Carlos, el pintor Delirio, es el penúltimo de aquella docena. En realidad se llama Carlos Alonso Álvarez, pero eso es solo una cosa del carné de identidad. Por libre“Yo no he sido nunca del mundo cultural de aquí, entre otras razones porque yo tampoco me he acercado a él; siempre he ido por libre”, señala. “No me gusta la fama ni el postureo ni entiendo de internet”. El móvil lo usa para hablar y punto, y si es que lo tiene a mano, que no suele. Como antiguamente. A mano suele tener el tabaco –“me fumo dos paquetes diarios, pero de los baratos”- y acaso el pincel y la paleta, aunque su libérrimo sentido del arte no le presupone ningún horario. “Todo depende de lo inspirado que esté”, explica este hombre que también ha pasado sus malas rachas. “De depresión y económicas”, dice, aunque nunca le ha hecho asco al trabajo y se ha empleado en todo lo que ha hecho falta, si bien “la pintura siempre por delante, siempre lo primero”, advierte con el pincel en el aire. También trabajó en la marisma, de bracero, “pero poco”, porque siempre ha procurado pintarla. Los caminos de Delirio son infinitos en cuanto sale a la marisma. MAURI BUHIGASEn rigor, lleva pintando todos los días de su vida. Ha cumplido 66 años y empezó con seis. “Todavía me acuerdo de la primera vez”, relata, evocando aquella mañana en que su madre dejó a casi todos sus hijos en casa para ir a comprar avíos de comida. “Muchas veces se daba la vuelta porque no se fiaba y temía que nos peleásemos entre nosotros”. Una de aquellas veces, la madre lo encontró, con seis añitos, pintando a la hermanita –la más pequeña, con cuya familia vive él actualmente- en un papel de estraza. “Cogí un trozo de carbón y la pinté en aquel papel, y desde entonces no he parado de pintar”, dice él, sonriente, orgulloso de su silvestre autodidactismo en las duras y en las maduras.Dalí y Van Gogh, sin copiarlosLa pintura le sale a Delirio casi naturalmente, como el pan suyo de cada día. “Si un día, por casualidad, no pinto, me siento mal”, asegura. “Mucha gente me insiste en que por qué no voy a la facultad, o a una academia, o a algún sitio para que me enseñen”, reconoce, “pero yo les digo que no quiero estudiar a nadie; lo que quiero es que, en la posteridad, me estudien a mí”.Carlos tiene como referentes a dos pintores europeos internacionales. Por un lado, Salvador Dalí, “que no estudió y que supo construirse un personaje ante todo”. Por otro, Vincent van Gogh, “del que tengo mucho, porque también él tenía la pintura en la sangre, aunque a ninguno de los dos lo copio”. Desde luego, por el asilvestrado surrealismo de muchas de sus propuestas, no solo paisajísticas, sino también hagiográficas –porque también es Carlos muy aficionado a retratar a vírgenes y santos- su trabajo puede recordar al de Dalí. Y por su devoción por los paisajes cercanos y esa pinta de obsesionado con su propio arte que pasea por los caminos de la marisma en busca de un metro cuadrado donde colocar el caballete, también recuerda a Van Gogh, pero mucho más al sur. “Ya pinto por amor al arte”, confiesa, y es verdad, porque Carlos no vive de la pintura, sino de su pensión, aunque en varias ocasiones le han organizado exposiciones, privadas o públicas, y ha vendido bastante. “Una vez me pidió el Ayuntamiento una exposición de los paisajes marismeños”, cuenta, en referencia la que se organizó en la Casa de la Cultura a comienzos de este siglo. “El concejal, sin decirme el pecador, me contó que alguien, maliciosamente, había dicho que yo no iba a vender nada, pero como le pinté a cada propietario su propia parcela, cada uno compró la pintura de la suya y se vendió todo”. Todavía recuerdo aquellos años en que, con sombrero y casi en cueros –por el calor- se plantaba en medio de los arrozales para pintarlos.“Me llamaban desde lejos y me daban agua porque temían que me deshidratara”, cuenta él ahora, riéndose porque tenía la costumbre de hacer milagros en sus cuadros. “Aunque el algodonal fuera muy malo, yo lo pintaba espléndido, y era una manera de animar al propietario. ‘¡Qué buena cosecha!’, me decían, aunque fuera una ilusión, porque los hacía feliz”. Era una manera de llevar a su arte ese otro artificio de engañar al hambre en su infancia. “Cuando pedíamos una onza de chocolate y no había, nuestros padres nos decían que la pintáramos”. Carlos Delirio conoce a la perfección el terreno que pisa y que pinta. MAURI BUHIGASDelirio necesita imperiosamente pintar cada día. Su casa está repleta de cuadros por todas partes, con Inmaculadas, paisajes y santos que inundan las paredes, el soberao de arriba y el estudio último, que es donde convoca, sin pretenderlo, una tertulia de amigos, artistas y aficionados cada mañana para hablar de lo divino y lo humano. Aparte de su afición a los palomos –cuenta con un palomar en la azotea almenada-, tiene una gran devoción religiosa que lo hace rezar cada mañana al despertar. “Nunca pinto sin haber rezado mis oraciones, y los domingos suelo ir a la misa de la capilla de Los Remedios”, insiste, convencido de que es pintor gracias a la Providencia.En los tarajes dorados, en la neblina del horizonte, en el polvo que levantan los tractores por el terruño arado, en las cardanchas ahora inundadas de caracoles, en las montañas de Gibalbín que se otean desde lejos, en los pájaros de la marisma, en el llamado Caño de la Vera, en las escasas pencas que van quedando de otra época, en la puesta del sol y hasta en las sinuosidades de las veredas en un paisaje que fue todo mar y que conserva hoy su primitivismo a pesar de la domesticación humana reconoce Delirio la obra de Dios. “Soy muy creyente y fue Él quien me dijo que pintara”, asegura.La voz de Dios es de cineEra muy niño Carlos Delirio cuando, rezándole a la Virgen de Regla, en Chipiona, oyó la voz de Dios. “Se me apareció Fray Leopoldo de Alpandeire”, asegura, y una voz me habló con el mismo timbre que le ponen a Moisés en la película de Los diez mandamientos. “No sé quién me hablaba, si la Virgen, Fray Leopoldo o Dios mismo, pero la voz era la misma de la película de Moisés cuando él escucha a la zarza ardiente”, asegura. “Y no le voy a contar a nadie lo que me dijo, aparte de que pintara”. “Me pueden llamar loco, pero me da igual”, insiste él, mientras coloca el caballete en uno de estos caminos marismeños desde donde lo mira todo con ojos de artista. “La marisma no se puede pintar si no la quieres primero, si no diferencias texturas, si no emborronas, si no te fijas bien en los detalles y no interiorizas los colores, que son tan difíciles de sacar”, explica, después de mencionar a algunos pintores de su pueblo, que él conoce bien y de quedarse con Manolo León, que en paz descansa. “Es el que más me ha gustado de todos y el que, creo yo, más sabía de pintura y de dibujo”, dice admirado, y recuerda que al final de su vida le cayó la mayor desgracia que un artista puede sufrir: la ceguera. Carlos está recién operado de cataratas y le da gracias a Dios por conservarla la vista. No parece que tenga una visión muy nítida, pero en el campo, donde hay tanto escorzo, ve más que nadie. Delirio, en plena faena pictórica en su casa de Los Palacios y Villafranca. MAURI BUHIGAS30 años detrás de una barra“Hasta que murió mi madre, me he llevado 30 años en el bar de mi hermano, El Moli, haciendo un trabajo que no me gustaba”, dice ahora Carlos Delirio, tantos años después, y a pesar de haberle dado la barra tantas horas de conversación, la posibilidad de haber conocido a tanta gente, la broma de las cabañuelas que pocas veces acertaba. “Pero es que yo lo que he querido siempre es pintar en soledad”, asegura. Ahora puede hacerlo, y el día que no soporta ni siquiera la tertulia que se forma entre la calle y su estudio habitual, “me encierro en el estudio de arriba”. “Me voy allí siempre que tengo necesidad de pintar solo, de sacar lo que llevo dentro porque, aunque cuente con una fotografía y un esbozo, al final el cuadro te sale si estás concentrado y te oyes a ti mismo desde esa ilusión con la que te levantas bien temprano porque necesitas pintar”.Carlos Delirio pasea por su enorme casa como un fantasma alegre de su propia obra, y más allá o más acá de un patio como sacado de su propia imaginación agreste, siempre encuentra un rincón donde colocar otro cuadro más. Carlos en su salsa. Delirio para rato.