— Creo que será mejor que durmamos cada uno en su casa. Daniel no se centraba en el rostro de ella, estaba pálido sosteniendo el móvil en la mano y una tremenda sequedad en la boca que apenas le dejaba articular palabra. Se hallaba tan incómodo que deseaba que ella se fuera cuanto antes aunque las pizzas hubiera que tirarlas a la basura. — Entonces ¿me estás diciendo que pasas de dormir conmigo? Laura estaba contrariada y se había levantado intentando buscar la mirada de él. Su gesto adusto se verificaba en la tensión de su boca. — No, no es eso…… -contestó molesto, escondiendo sus ojos entre los trastos del suelo como si buscase algo- Estoy….cansado…. Mañana trabajamos y…… Tenemos que levantarnos pronto. Laura fue recogiendo su ropa. Sus movimientos rápidos y bruscos detentaban su enfado. Se metió en el aseo y en unos minutos salió de la casa sin despedirse. A la mañana siguiente Daniel evitó el bus que conducía Laura. Prefirió llegar algo tarde al trabajo que coincidir con ella. Dentro de él surgió, como un vendaval devastador, la posibilidad de la invasión de su sueño. Ahí nadie podía interferir. Todo su bienestar radicaba en poder dormir plácidamente, sin interrupciones, sin que nadie pudiera ocasionarle, aunque fuese de manera afable, un indeseado insomnio. Él conocía lo que era no poder conciliar el sueño y su miedo, su pánico anclado en una experiencia que no podía despejar de su cabeza, derribaba todos los obstáculos. Sólo su madre podía comprenderlo. O eso era lo que creía Daniel. Se fundamentaba en esa época donde su ansiedad depresiva le impedía dormir. Tal vez un par de horas, en el primer sueño, pero luego acudía un duermevela destructivo. Iba a trabajar deseando dormir, comía invocando un sueño duradero, pensaba y pensaba siempre con el lastre de un deseo que se incumplía noche tras noche. Fue su madre, por aquel entonces, la que escuchó sus cuitas y le acompañó todas las veces al médico primero, luego al psicólogo. Si permitía el asalto a su descanso no sólo perdía la referencia del norte de su vida, sino que también perjudicaba a su madre. ¿Qué diría ella si aceptaba como compañera de cama a Laura y regresaban los insomnios? Seguro que se decepcionaría, pensaba Daniel recordando el ir y venir de su madre entre consultas médicas y ataques de ansiedad. ¿Estaría dispuesta Laura a sufrir con él siendo su baluarte? Era muy difícil pretender cargar con esa rémora a una persona que conocía de apenas un mes. No podía engañarse. Ella no conocía el problema y él tampoco tenía pensado contárselo. En realidad le daba reparo decirle que prefería dormir antes que estar con ella. No lo entendería. Nadie lo entendería. Podría olvidarla como a otras sin que tocasen para nada su sueño reparador. Eso era lo que le dictaba su cabeza. Después de tres días sin verla, una tarde se presentó en la casa de Daniel. Serían poco más de seis cuando, tras insistir muchas veces tocando el timbre, él le abrió la puerta. Tenía los ojos húmedos y se abalanzó a él nada más atravesar el umbral de la casa. — ¿Cómo puedes ser tan cruel conmigo? -dijo entre sollozos y abrazada con firmeza- Sé de sobra que tú me amas tanto como yo. ¿Entonces, Dani, entonces? Él adivinó la sombra de unos pies bajo la puerta de la vecina de enfrente y tiró de Laura para poder cerrar. En el fondo no le extrañaba la presencia de ella, incluso tenía el propósito de no abrirle, pero su insistencia y el miedo al escándalo acabaron por doblegarle. Fueron hasta el sillón abrazados de una manera grotesca. — Ni siquiera has cogido mi autobús. ¡Oh, Dani! ¡Estoy destrozada! ¡Eres demasiado cruel! Laura sollozaba lanzando unos grititos agudos que resonaban como púas en la cabeza de él. Sostenía el abrazo sin poder pensar, arrastrado por la circunstancia, confundido entre la compasión y el agobio. — Vamos, cálmate, Laura. No ha sido mi intención hacerte daño. No te rehúyo, de verdad, son cosas mías mucho más importantes de lo que te imaginas. Las palabras construían frases sin que él pudiera dominarlas. Le apenaba que llorara por él, cosa que nadie hizo nunca, y al tiempo, aborrecía estar en aquella situación que tenía visos de desembocar en algo desagradable. — ¿Me prometes que nunca más volverás a despreciarme? -le preguntó ella, agarrándole por la barbilla y poniéndole el rostro a pocos centímetros del de ella. Daniel asintió evasivo, desenlazándose y yendo hacia un extremo del sofá. — ¿Me apartas? -dijo ella dando un respingo y más calmada. Él negó con la cabeza varias veces. Ella se fue acercando hasta rozar sus piernas. — ¿Probamos a ver si salvas ese nivel 38? -dijo susurrándole con delicadeza junto a su oreja. Unieron sus manos unos instantes. A lo lejos, se oía por el patinillo el canto del canario enjaulado que tenía el vecino del primero. "Suena feliz, como anunciando algo, amor", musitó ella dirigiendo sus ojos pizpiretas a la ventana. Luego Daniel, animado por una sonrisita y varias miradas cómplices que le dedicó a ella, fue a por el móvil. Pidieron unas pizzas, que en esta ocasión no malograron, y pusieron la televisión. — En la seis echan una buena peli -dijo Laura encendiendo el aparato- Te advierto que es un poco romanticona pero nos vendrá bien. Yo la vi en el cine hace unos años. — ¿Y no te importa volver a verla? — A tú lado nunca. Me emociona, si te digo la verdad. Cuando acabó la película ya eran más de las doce. — Venga, vámonos a la piltra que mañana es día de escuela. Dijo ella tirándole de la mano. Daniel trató de resistir pero acabó cediendo. Fue al baño y se cepilló los dientes y, como todas las noches, cogió el frasco de las pastillas. Laura, en ropa interior, se acercó por la espalda y, cogiéndole por la cintura, le preguntó: "¿Qué narices tomas, amor?" Daniel se volvió para decirle algo pero se detuvo en seco. — ¿Estás malo? ¿Te ha sentado mal la cena? Estaba claro que no debía tomarlas. Ella vino para dormir con él en su cama y sería otra decepción estar roncando cuando se acostara. Otro desprecio que prometió no cometer. Sentía el pánico atenazándole los músculos y la mente obstruida en un nudo marinero. — Son pastillas para los gases -dijo él, volviendo a poner el frasco en su lugar- Pero pensándolo bien no las necesito. — Por mi parte puedes tirarte los pedos que te venga en gana - añadió ella sentándose en la taza del váter- Eso sí, espera a que terminemos de follar, ¿vale? La dejó riéndose en el aseo. Daniel abrió la puerta de la habitación y sintió el aroma artificial de jazmín como una advertencia. Olía diferente, rancio, acibarado. Mientras se despojaba de la camisa, un sudor frío escurría por su espalda.