De niña, mi abuela me llevó por primera vez al convento de Santa Clara, para oír misa. Hasta ese momento, santa clara era para mí una expresión luminosa y dulce, que sonaba como un claro del bosque entre las conversaciones familiares. Esperando esa luz y el calor evocados en su nombre, desprevenida, cayó sobre mi pecho infantil el peso de la piedra oscura y mi cuerpo se heló en el eco umbrío de la capilla. Ni siquiera el color dorado del retablo churrigueresco aportaba luz, todo lo contrario, su dorado, pesado y denso por los años y el polvo, resultaba más oprimente, si cabe. Tampoco me aliviaron esos querubines que jugaban despreocupados, escalando, balanceándose acrobáticamente entre el amasijo de columnas, dolorosa y violentamente retorcidas como si les hubiese caído una bomba. Para mí, entonces, no eran ángeles, sino seres grotescos que se reían de mi terror infantil. El miércoles pasado, volví a entrar en la capilla muchísimos años después, temiendo que, desconsagrada, ya solo quedaría un despojo oscuro y sombrío, descentrado y desposeído de su virtud para el recogimiento o la espiritualidad. En el lugar destinado al altar, se exponía una pieza de Carmen Hermo para la Bienal: Nacer. Con desasosiego contemplé de lejos los botes de cristal, como los de formol, conteniendo pequeños fetos con sus cordones umbilicales, sobre una peana circular granate. No parecía una visión agradable. Entre los objetos de nuestro imaginario negro se cuentan esos botes de formol con fetos malogrados, trozos de cuerpos desmembrados, en sótanos oscuros y húmedos. Y sin embargo lo que tenía ante mí, lo que me llevó por delante, atravesándome, desprevenida, de nuevo, fue el gozo y la luz de la esperanza gestándose en esos angelitos, revelándome que, en realidad, nunca fueron esos pequeños demonios para los que mi mente infantil imaginaba maldades y bullyings de todo tipo. Estuvieron siempre ahí, como una singularidad de alegría y luz, ignorados por aquellos que se sometieron, en un habitus perverso, al sufrimiento por el pecado y por el trauma, causado, cómo no, al revivir cada año el tormento de una tortura y muerte detalladas hasta la locura, aspirando a dejar de sentir en otro mundo, ajenos y sin entender la verdad epifánica de la niñez. Y tal vez mi abuela me llevaba con ella justamente para eso, para conjurar lo oscuro y el sufrimiento, trayéndose de casa su propia querubina protectora. La obra de Carmen Hermo nos devuelve a la vida buena, la del amor inocente, de la ilusión por el nasciturus, a la felicidad presente sentida ante la anticipación de la felicidad que nos traerán esos pequeños alados, como un regalo de esperanza entre tanta muerte y tanta destrucción. Esto es arte, sentido y transparente, como nos enseña Susan Sontag, el arte transformador y catártico, que nos muestra las cosas tal como son. Nacer tiene su centro en lo bueno y lo bello, lo humano y la vida. Carmen Hermo nos devuelve el lado hermoso de la condición humana que encontramos en cualquier ser vivo, también en una perrita. Esta obra debería exponerse cada 24 de diciembre.