España vive del turismo. Lo sabemos, lo repetimos y lo celebramos. No en vano, representa más del 13% del PIB nacional y da trabajo, directa o indirectamente, a millones de personas. Quién sabe qué sería de nosotros sin él. Nuestra gastronomía, clima, patrimonio y carácter abierto nos ha convertido en uno de los destinos más codiciados del planeta. No se trata de despreciar esta fuente de riqueza - Dios me libre -, sino de advertir, con algo de amargura, el precio silencioso que estamos pagando por este irrebatible éxito.Basta con darse una vuelta por cualquier zona costera, por cualquier ciudad que haya tenido la buena o mala suerte - depende de cómo se mire - de ser "descubierta" por las hordas de viajeros de Instagram, para constatar una escena que se repite con asidua normalidad: entras a un restaurante y el camarero te recibe en inglés. No porque lo pidas. No porque haya dudas sobre tu nacionalidad. Lo hacen por defecto. Hablas en castellano y te responden con cara de sorpresa, alivio y, por qué no decirlo, alegría, como si fueses el primer español que ven en días. En hoteles, en taxis, restaurantes… Todo el sector servicios. Pareciendo el extranjero en tu propia casa.Y que nadie me malinterprete. Que nuestros profesionales dominen idiomas es una bendición, no una maldición. Y que muchos territorios españoles sigan vivos por el turismo, igual. El problema no es la capacidad de hablar inglés o francés. El debate crítico es la renuncia. La abdicación (in)voluntaria. El idioma del visitante parece convertirse en la norma, y el nuestro, en la excepción. No estamos hablando de cortesía, estamos hablando de identidad y autenticidad. El español es una de las lenguas más habladas del planeta. Por casi 600 millones de personas, concretamente. Somos anfitriones, y a mucha honra, pero también figurantes con acento.No se trata de levantar muros idiomáticos ni de proponer una absurda cruzada lingüística. Se trata de recuperar el equilibrio. Porque es curioso - por no decir otra cosa - que, cuando viajamos a Francia, Alemania o el Reino Unido, somos nosotros quienes hacemos el esfuerzo. Allí no se nos recibe en español por defecto, ni se nos adapta la carta del restaurante, ni se traduce el menú del día en tres idiomas. Allí, uno se aclimata o se queda con hambre. Exagerando ando. Y generalizando también.Aquí, en cambio, no solo traducimos, sino que también moldeamos nuestra forma de ser, de hablar y hasta de servir café. El café con leche evoluciona al "coffee with milk", la tortilla de patatas a “omelette espagnole” y la cerveza a “bier”, acompañadas de un horario Desdibujamos lo nuestro para no incomodar a quien nos visita. Una hospitalidad que, en algunos casos, roza lo servil. Somos un país de primera. Por eso vienen. Que no caiga en el olvido.Si de verdad valoramos nuestra lengua, si de verdad creemos en la riqueza cultural que representa el español, tenemos que empezar por respetarlo y exhibirlo en casa y allá donde vayamos. Por no esconderlo. Por no considerarlo un obstáculo para vender helados o alquilar tumbonas. El turismo puede convivir con la defensa de lo propio, incluido el idioma. No son excluyentes. Pero para eso hay que recordar que el visitante viene a conocer las bellezas de nuestro territorio; no a propagar, aunque sea sin querer, el suyo.Exageremos juntos un poco más. España no es un parque temático idiomático. Es cultura, historia, patrimonio, gastronomía y un largo etcétera iluminado por el sol. Que los visitantes se sientan bienvenidos, sí. Que se vayan pensando que aquí no se habla español, no. Porque cuando el idioma se convierte en una mercancía y no en una seña de identidad, lo que se pierde no es solo una lengua: es la dignidad de un país que se olvida de hablar en su propia voz. Welcome to Spain.