Por ser bastante 'tovarisch' de Putin, al director de orquesta Valery Gergiev le cancelaron un concierto el pasado mes de julio en Campania , cancelación aplaudida por muchos fans filarmónicos, por los ucranianos y especialmente por Yulia Navalnaya, la viuda de Alexei Navalni, quien fue condenado por el régimen de Putin y muerto en el gélido penal de Kharp en 2024, al parecer envenenado con novichok. Es un ejemplo de cancelación ocasional. Por el contrario, nadie ha logrado cancelar a Gustavo Dudamel, director venezolano, cuya melena ha ondeado durante casi 15 años cual bandera ilustrada del chavismo. Sectores al parecer poco bolivarianos, como la gran pianista Gabriela Montero, han afeado a Dudamel su activa tibieza en honor de Chávez y de Maduro. Pero sus críticos políticos no han podido con su prestigio musical. Hay más cancelaciones famosas, como la que vivió Plácido Domingo (2019-2020) hasta que pidió perdón, tras las 19+1 denuncias de sopranos, mezzosopranos y una bailarina que lo acusaban de conducta sexual tangente. Estos tres casos aún suscitan el debate sobre el arte y el artista: ¿debería cancelarse el trabajo de un artista si su vida privada, o su filia política, o su moralidad… son reprobables? Este debate ya se había incendiado en el campo de la literatura, con Pablo Neruda. De este divino cantor del amor dedujimos hace algunos años que aquella escena tan poética de 'Confieso que he vivido' (1974) en que cuenta cómo a una joven sirvienta tamil la embiste en su cama («El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible») era realmente ¡una violación! a una mujer indefensa cuando era diplomático en Sri Lanka, en 1929. A esto se sumaban las noticias retrospectivas (su biografía por Mark Eisner en 2018) del absurdo desdén que Neruda propició a su hijita Malva, nacida con hidrocefalia, de quien escribió: «Mi hija, o lo que yo denomino así, es un ser perfectamente ridículo, una especie de punto y coma, una vampiresa de tres kilos» (carta a su amiga Sara Tornú). Malva murió en 1943 en Países Bajos, a los 8 años, abandonada por su laureado papá, quien esos días escribía uno de sus himnos de profunda empatía por el humano sufriente: «Sube a nacer conmigo, hermano./ Dame la mano desde la profunda/ zona de tu dolor diseminado». Pablo Neruda y otros grandes como Gil de Biedma (y su confesada pederastia con niños de 12-13 años en Manila) , Caravaggio (el violento macarra y homicida en 1606) o Webern (adorador de Hitler hasta la muerte de ambos en 1945) acentúan nuestra pregunta existencial: ¿es posible que almas con altos índices de depravación alumbren arte memorable y galardonable? Tendríamos el caso más extremo y conocido: el compositor Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, a finales del XVI. Gesualdo estaba casado con su prima María de Ávalos, de 24 años, viuda de dos matrimonios anteriores (el primero cuando tenía 13 años) y hermosísima según Torcuato Tasso, hija del duque de Pescara, quien la había conducido a ese tercer matrimonio como alta transacción napolitana. Pero, mientras Gesualdo se entregaba a sus cacerías y a sus canciones a cinco voces, María poco a poco se entregaba al joven conde Fabrizio Caraza. Gesualdo acabó conociendo estos amoríos furtivos, de manera que el 16 de octubre de 1590 dijo que se iba a cazar venados al bosque de los Astroni. Pero no se fue al bosque: se escondió en el pabellón de su palacio junto a tres lacayos, armados con alabardas y arcabuces. A medianoche salieron los cuatro, el señor y los lacayos, hacia la alcoba de María, donde la joven yacía con el bello Fabrizio. Esa noche ella cumplía 26 años. Gesualdo golpeó la puerta, se escucharon dos disparos y gritos, Fabrizio cayó el primero, y Gesualdo con su daga remató a María en el suelo. Sus cadáveres fueron expuestos mutilados en los aposentos, el de él cubierto con las ropas de ella. El proceso sobre el afrentado Carlo Gesualdo fue archivado por el virrey de Nápoles , Juan de Zúñiga, con el asesino justificado en nombre del famoso honor. Gesualdo se atrincheró en su castillo en Irpinia. Y tres años después publicaba sus primeros madrigales en Ferrara: «Cuánto dulce amor tienen estas flores graciosas y fragantes», «El pecho de mi dama está frío», etc. Esos madrigales se multiplicarían y llegarían a una extravagancia casi expresionista, oscura, disonante, que tanto alabó Stravinsky como emblema de profética modernidad (dado que el progreso consiste en la innovación sorprendente). Gesualdo ha sido celebrado, memorado por las instituciones y hoy sigue en el panteón junto a Bach y Beethoven, o casi. Que veneremos obras de arte producidas por seres en alguna manera despreciables ha recibido varias explicaciones. La más defendida es que la obra de arte es independiente del humano que la creó. Es como una revelación de lo alto. O una hija, no imputable por las atrocidades de su progenitor. Tiene vida propia. Otra explicación es que la genialidad es un compartimento estanco en el alma de su poseedor/poseedora. La genialidad es el otro yo del humano. El asesino es tu hemisferio derecho, y el artista el izquierdo. La otra explicación es la de Borges: «He conocido muchos poetas que han producido muy buen material [...], pero [...] han aprendido la poesía de la misma manera que se aprende a jugar al ajedrez o al bridge. No eran verdaderos poetas. Se trataba de un truco que habían aprendido [...] sumamente bien». Justo: el truco. (La malas lenguas dicen que Borges estaba pensando precisamente en Neruda cuando decía esto.) Pero sí: componer un buen poema o un buen madrigal puede que sea un mero truco/oficio comercial bastante totemizado por la gente. En otras palabras: la obra de arte es como un 'magret' de pato y granada. Es decir, el 'magret' nos sabe de maravilla por innovador, marca un antes y un después en nuestra vida, y no sabemos si la 'chef' ayer asesinó a su marido y a su amante antes de cocinar el 'magret', ni nos importa. Vindicamos entonces el 'arte-magret'. ¡Viva la 'sinfonía-magret'! (o el 'soneto-magret'). Me atrevería a proponer otra explicación: el arte no es cosa de un emisor, sino que es un 'fifty-fifty' entre emisor y receptor. Por eso unos ven en Beethoven heroísmo byroniano y otros, revolución bolchevique. Cada cual crea, construye su representación de lo que percibe, de acuerdo con su configuración psíquica. El arte como test de Rorschach. Por eso es muy duro pedir a la gente, al pueblo, al pueblo bolivariano digamos, que conozca las violencias de Neruda y que aun así entre en trances ensoñadores cuando lea los 'Veinte poemas de amor...'. O es difícil recordar el cadáver mutilado de María de Ávalos y sentir epifanías con el 'Ave Dulcissima Maria' de Gesualdo da Venosa. Es mucho pedirnos a los parroquianos, porque los contratenores de repente se nos transfiguran en 'Walking Dead' cuando llega el 'crescendo'. Motetes 'gore'. No estamos hablando de Beethoven cuñado malaspulgas, sino de otra cosa. De manera que resulta arduo concebir que una fuente amarga surta agua dulce. Por estas razones música y significado nunca emite música de Gesualdo ni versos de Neruda. Hay mucha más luz y mucha más altitud por ahí afuera. Y nos espera. Ojalá sea útil esta explicación provisional.