Don Luis, el último mohicano entre los curas de pueblo

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Esta columna es un acto de resistencia contra el obituario, una íntima protesta contra esa vieja costumbre de ensalzar a las buenas personas solo cuando se han marchado de este mundo, un pulso al periodismo necrológico, un canto de esperanza para quien ha sembrado tanta, hasta el punto de haberse quedado sin un gramo para sí mismo cuando más falta le hace. Sí, esta columna –ilustrada con ese retrato que le dedicó hace poco nuestro paisano Jesús Ramos- es un justo homenaje escrito a Luis Merello Govantes, el cura de El Puerto que en Los Palacios y Villafranca, después de medio siglo, es simplemente Don Luis. Para tantos amigos como lo queremos tanto, Luis a secas en la distancia corta. Para Dios, a quien se consagró desde que fue bautizado, Luis Javier.Don Luis el cura, el párroco del Sagrado Corazón de Jesús en este municipio del Bajo Guadalquivir, hace meses que guarda silencio. La enfermedad lo ha retirado de la escena pública, del altar, del despacho y de las cafeterías cercanas donde tenía la costumbre de desayunar bien temprano. En cualquier sacramento de la parroquia mayor de Los Palacios se percibe ya un vacío que ha transformado, de súbito, a esta iglesia en otra. He escrito parroquia mayor en minúscula, consciente de que la Mayor con mayúscula es la otra, la de Santa María la Blanca, pero refiriéndome a la mayor que llegó a ser por mayor número de parroquianos. A la parroquia de Don Luis, por otro lado, se la conoció desde los años 60 como la Parroquia Chica. También como la de la Carretera hacia allá, en referencia a que se situaba al otro lado de la travesía de la N-IV desde la perspectiva del pueblo viejo, histórico.Sin embargo, esa Parroquia Chica se fue convirtiendo, en el tránsito de un siglo a otro, en la parroquia con una mayor feligresía, porque el pueblo fue creciendo precisamente en torno al barrio de las Casas Baratas y de esa Avenida de Utrera floreciente como un abanico hacia la Huerta de Ángela y hacia La Nana, hasta el punto de que hubo un momento en que fue el mismísimo Don Luis –arcipreste de zona durante tanto tiempo- el doble artífice de propiciar la construcción de un templo mayor, el actual, e incluso la creación de una nueva parroquia en los confines de la localidad adonde se le hacía cada vez más difícil alargar las alas de la evangelización. Esa tercera parroquia es El Buen Pastor.Qué curioso que nadie recuerde por aquí, en las últimas décadas, a un pastor más diligente que a Don Luis. Le viene que ni pintada esa calificación de pastor bueno al director espiritual de los rocieros. En un pueblo donde han proliferado los cofrades, los miembros del Camino Neocatecumenal y hasta de varios grupos más o menos conservadores en el seno de la Iglesia, tiene mucho mérito haber encauzado hacia el mensaje de Cristo a unos vecinos que tan heterodoxamente han entendido siempre su relación con Dios a través de su Madre, convertida en Pastora de las Marismas; a través de la alegre peregrinación hacia la Aldea, a base de cante, de palmas, del vino de la confraternidad y de los rosarios al aire libre en las noches estrelladas. Por mucha heterodoxia que hayan practicado los hermanos del Rocío bajo la dirección espiritual de Don Luis, siempre les ha bastado que llegara él para ponerse firmes bajo la mirada de un Dios Padre bondadoso al que le han faltado las gafas, el chaleco sin mangas y la carcajada sana para parecerse completamente al propio Don Luis.  El éxito de este párroco -cuya celebración de sus bodas de oro sacerdotales y su 75º cumpleaños no lo retiraron de la primera línea pastoral porque su salud se lo permitió y porque no está la Iglesia para desaprovechar curas tan valiosos- ha radicado siempre en su sencillez, su campechanía, su forma absolutamente permanente de no parecer un cura. Desde que aterrizó tan joven en los poblados de colonización como Trajano o Maribáñez, entre otros, no tardó en arremangarse para jugar al fútbol y conformar los primeros equipos juveniles, para coger algodón al mismo ritmo que sus vecinos, para practicar ciclismo y para renunciar a un clériman que solo podía diferenciarlo de unos hermanos sobre los que él nunca se ha sentido superior y por eso ha preferido la camisa de cuadros y la mano recia, abierta y de compañero.Nunca ha sido Don Luis uno de esos curas de manos mantecosas y voz meliflua, ni uno de esos sacerdotes que todo lo encomiendan a lo Alto a falta de argumentos consoladores con los mimbres de aquí abajo, ni uno de esos pastores que se limitan a ejercer administrativamente hasta donde le corresponde. Al contrario, ha hablado siempre alto y claro, empezando por un sentido acusadísimo del agradecimiento; y para cualquier vecino del que supiese que estaba pasando por un mal bache, en el hospital, en el salón de su casa o en el tanatorio, ha tenido siempre una mano tendida que en nada se ha parecido a la mano simbólica de un ministro de Dios, sino a la mano real de un hermano de Cristo. Nunca ha sido de homilías brillantes, pero sí entregadas; no ha pretendido ser un fino exégeta de la Palabra de Dios, sino un rudo imitador de sus actos de amor, de bienaventuranza, de entrega en la barca con las redes, con el ancla, con el tajo hasta el cuello de cualquier pescador de hombres.Su atípico testimonio de cura sin parecerlo, de pescador de hombres en todos los caladeros posibles, ha obrado el milagro de que, al contrario de eso tan habitual de creer en Dios pero no en los curas, haya gente por aquí que crea en Dios gracias al cura, lo cual es conseguir en la práctica ese adagio fundamental del cristianismo de no ser posible amar a Dios a quien no vemos si odiamos al hermano al que tenemos al lado. Es muy difícil, en los tiempos que corren, que todo un pueblo, toda una comarca, se esté preparando para echar de menos a un cura aun habiéndolo conocido solo de vista. El más justo agradecimiento que podríamos brindarle aquí y ahora es el de la esperanza aun en sus más difíciles momentos, la esperanza activa de que Don Luis sigue viviendo y de que lo va a seguir haciendo incluso cuando su cuerpo ya no esté por la afortunada razón de que su legado va a ser mayor que él mismo en persona.