El plan de ocupación de la franja de Gaza por parte de Israel compromete tantos principios de la legalidad internacional como incógnitas deja sobre una solución al conflicto . Por mucho que esta fase de la guerra sea temporal y la lucha contra un grupo terrorista no pueda equipararse a la invasión de una nación soberana, como la agresión de Rusia a Ucrania, cabe desconfiar de los resultados de esta operación. Desgraciadamente, este escenario resulta reiterativo en la historia de la región: Israel ya ocupó militarmente Gaza y la liberó en 2005, con el consiguiente rearme de Hamás y la culminación del horror que representó la masacre del 7 de octubre de 2023. La desesperanza subyace bajo cualquier decisión operativa que se tome, más aún cuando la guerra, el hambre y la ocupación militar fueron precisamente las consecuencias buscadas y calculadas por Hamás, que usó a los habitantes de Gaza como escudos humanos y programó con sus ataques un martirio de civiles que dinamitara los pactos de Abraham, la mayor posibilidad de paz que ha conocido la región. Si Gaza no ha prosperado en los últimos años es debido a la obcecación de los terroristas en el enquistamiento del conflicto. Aunque el rigor de su ofensiva resulte intolerable para los estándares éticos y jurídicos de las sociedades libres, no es justo juzgar la actuación de Israel como la del contendiente de una guerra clásica, cuando lo que protagoniza, sin piedad, es una lucha contra una organización terrorista: Hamás provocó deliberadamente esta crisis, creó la máxima destrucción posible aquel 7 de octubre y exhibe ahora la tortura de sus rehenes, prisioneros famélicos y humillados que cavan sus propias tumbas. En sentido contrario, tampoco es legítimo equiparar los métodos criminales de una red terrorista y los de una democracia que pretende situarse en el orden liberal. Las reglas no son las mismas. Por esta razón, resultan incomprensibles las imágenes de hambruna entre una población civil que no es capaz de acceder a la ayuda humanitaria. Teniendo en cuenta que Hamás usó los recursos para robarlos y venderlos a la población –de lo que existen consistentes pruebas–, es responsabilidad de Israel que esta ayuda llegue a quien más lo necesita, principalmente a unos niños que no son responsables de un conflicto del que son rehenes. No es fácil luchar contra un grupo terrorista que se adueña de un territorio, pero confundir nación y terroristas no ha tenido resultados satisfactorios en multitud de ejemplos recientes, como Afganistán, Irak o Siria. Con todo, sería más fácil que los países occidentales más cercanos a Israel –o más lejanos, como es el caso del Gobierno de España– ofrecieran a Tel Aviv una solución política, una guía de actuación y un apoyo para proyectar un futuro distinto a la constante agresión de sus vecinos. Algo que, en suma, no fuera la crítica constante. Occidente debe ser propositivo a este respecto, más allá del reconocimiento de un Estado palestino en Gaza que apenas sirve como gesto de las políticas internas –véase la estrategia sanchista– y para eternizar el conflicto y el sometimiento de la población gazatí a los designios oscuros de Hamás, del que son los primeros mártires desde hace décadas. A Israel se le tiene que exigir, como a cualquier democracia, el respeto a las reglas del derecho humanitario, pero no obligarle a confiar en un grupo terrorista que puede volver a atacar a su población. El único método que ha encontrado Israel es el control efectivo de la Franja , sin que aparezcan, más allá del lamento y la censura, alternativas fiables para terminar con Hamás.