Sánchez y el hiperpresidencialismo

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Un fructífero debate acerca de la fragilidad democrática de América Latina se ha enfocado en el funcionamiento del sistema presidencial . De hecho, se le atribuye al mismo un efecto causal en las recurrentes crisis de la región. Según los expertos, estas son resultado de una versión desnaturalizada de dicha institución para la cual se acuñó un concepto por demás elocuente: hiperpresidencialismo. El subtipo se deriva en parte del propio diseño del presidencialismo, una post-revolucionaria invención americana; de Estados Unidos, esto es. Como forma de gobierno, resultó de un arreglo de compromiso con los monárquicos en los albores de la república. Nótese: el presidencialismo fusiona al jefe de Gobierno y al jefe de Estado en una misma persona, lo elige de manera directa, a menudo lo plebiscita, y luego le otorga capacidad de legislar, en varios casos acompañado de desproporcionados vetos y prerrogativas. Si dichas atribuciones se abusan, aumentará la discrecionalidad del jefe del Ejecutivo. Si los atropellos se hacen hábito, se institucionalizan. Este contexto es conducente a producir cambios en las reglas de juego, una suerte de traje a la medida para consolidar el poder discrecional del presidente. Ello incluye extender los periodos presidenciales permitidos, ya sea por medio de una enmienda constitucional o a través de sentencias judiciales contra la Constitución. La estrategia se ha repetido en buena parte de América Latina: de un periodo a dos, de dos a tres y de tres a la reelección indefinida. El hiperpresidencialismo corrompe así la neutralidad jurídica, diluye la noción de igualdad ante la ley, y erosiona la separación de poderes. El principio de alternancia en el poder queda anulado y el Estado de derecho se debilita; la línea que separa la democracia de la autocracia se hace porosa. Un presidencialismo sin límites de tiempo en el poder, y sin restricciones robustas al uso dado a ese poder, termina siendo un régimen monárquico, con rasgos marcadamente despóticos. La propia experiencia de Estados Unidos es aleccionadora sobre este tema. Originalmente la norma de dos periodos era no escrita, y fue Roosevelt quien obligó a formalizarla al quedarse cuatro mandatos: la Enmienda 22 de la Constitución, aprobada por el Congreso en 1947 y ratificada por los Estados en 1951. En América Latina, las enmiendas han ido en dirección contraria: más tiempo en el poder, no menos. Desde luego, el presidencialismo contrasta con el sistema parlamentario, en el cual el jefe de Gobierno no es jefe de Estado. El Ejecutivo es creación del Legislativo, una suerte de delegación a través de un voto de confianza, y no existen periodos fijos de permanencia en el cargo para un primer ministro. El voto de confianza puede retirarse en cualquier momento, el Gobierno se disuelve y uno nuevo se forma, ya sea en el Parlamento o por medio de elecciones anticipadas. Ello hace efectivo el principio de la alternancia. No obstante, la noción de hiperpresidencialismo puede ser útil también en el caso del sistema parlamentario español. De hecho, arroja luz sobre la actual crisis política del Gobierno, una descomposición precipitada por la corrupción y enraizada en la degradación institucional precedente dada la decisión de Pedro Sánchez de retener el poder a cualquier precio, ignorando la ley, la Constitución y las tradiciones parlamentarias. Ello lo asemeja a los hiperpresidencialismos de las Américas, incluido el de Estados Unidos. Como parte de dicha degradación, el hiperpresidencialismo genera verdaderas patologías de la política; en el tiempo pueden transformarse en deformaciones crónicas. Primero desde el relato, la remanida post-verdad. No se trata tan sólo de mentir: el hiperpresidente es un audaz y creativo constructor de realidades alternativas. Su desapego por los hechos, su naturalidad al respecto, su desvergüenza, buscan convencer al receptor, muchas veces con éxito. Ello lo hace más dañino que el vulgar mentiroso. De hecho, si existiera un 'manual de instrucciones del hiperpresidente' serviría para retratar la gestión de Pedro Sánchez en La Moncloa. Una descripción estilizada mostraría que el poder se ejerce amedrentando a la prensa independiente y otorgando prebendas a la prensa adepta, los acríticos medios de comunicación devenidos meros órganos de difusión. El manual indicaría que el poder también se ejerce sometiendo al poder legislativo, reduciéndolo a un sello de goma, y capturando a la autoridad electoral, necesario para amañar elecciones. El poder se reproduce, a su vez, presionando y politizando a la Justicia. De ahí que se avasallen los tribunales y su independencia para lograr fallos favorables, incluido el propio Constitucional. Todo lo anterior, interconectado en complejos engranajes que funcionan engrasados por la corrupción. La corrupción convierte aliados en cómplices . Una vez que se normaliza se hace rutina, operando como un mecanismo clientelar de blindaje. Un pacto de dominación que se extiende por todo el sistema político, más allá del elenco gobernante, en una suerte de régimen paralelo. El problema es que es una calle de ida y vuelta, como muestran Ábalos, Cerdán y Koldo (o Montoro, para el caso), a quienes Sánchez se vio obligado a proteger más allá de todo daño razonable. Son rehenes mutuos, pues si el barco naufraga podrían compartir idéntica suerte. Regreso al grave problema de la degradación institucional. En América Latina, los hiperpresidentes han permitido, si no alentado, el ingreso del crimen organizado en la política. Traficantes de drogas, minerales y personas han capturado así porciones vitales del Estado, afectando su integridad y su soberanía. El hiperpresidencialismo de Sánchez amenaza la integridad y soberanía del Estado español por medio de acuerdos de supervivencia con actores anti-sistema, fuerzas separatistas que ni siquiera reconocen la legitimidad de la existencia de ese mismo Estado. La inconstitucional ley de Amnistía y la idea de un pacto fiscal especial para Cataluña, aún sin presupuesto para España desde 2023, vehiculizan hoy dicha amenaza. En su debilidad en España y su creciente incomodidad en Europa, Sánchez se tomó un respiro en Chile para proclamar las bondades de la democracia junto al autodefinido «progresismo de América Latina». Disertó con elocuencia, advirtiendo que nuestras sociedades enfrentan «la amenaza de una coalición de intereses entre sectores de la oligarquía y la extrema derecha». Nadie pronunció la palabra corrupción, una amenaza más concreta que las vaguedades invocadas. Tampoco hubo reflexión alguna sobre Cuba, Nicaragua y Venezuela, que ya no constituyen una amenaza a la democracia, pues sus dictaduras la han destruido. Y no se trata de dictaduras de 'extrema derecha', por cierto. De regreso a la realidad de España, la descomposición de su Gobierno ha puesto a Sánchez en un callejón sin salida. Su debilidad no lo hace menos peligroso; en realidad, más. No sería el primer político en minoría parlamentaria, e impedido de renunciar por las implicancias legales de la corrupción, a quien la desesperación lo lleva a huir hacia adelante. De hecho, ello es común entre hiperpresidentes acorralados. Pedro Sánchez camina por el borde del precipicio con la democracia sobre sus hombros y la Constitución en sus manos como rehén.