Corral de pesca

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Paseaba esta mañana y, por el calor, hice una parada en el chiringuito Chris. Me quedé mirando los corrales desde el frescor umbrío de su humilde entoldado. Busqué información de estas serpientes de piedras milenarias que siempre han estado ahí, medio desapercibidas para mí, lejos y en la mano.En su rito centenario, los pescadores estudian las mareas, los vientos, los peces. Es una pesca selectiva y sostenible, casi sin daño. Los muros de los corrales, de una altura mediana, se convierten en foso cuando los peces, que, con la marea alta, habían llegado hasta el corral, no pueden ya salir, incapaces de rebasar la piedra verdecida. Sirven también de verja unas rejillas, que bloquean algunas de las aberturas de los fondos, por las que sí logran escapar los peces más menudos.Como había bajamar, fui a probar suerte, a darle encuentro a algún corralero que estuviese recogiendo los bienes con que la mar habría bendecido la jornada. Iba pensando en qué podrían simbolizar estos alcázares marinos (o esta trampa de peces, según se mire), en los que quien entra no sale, como algunos pasos incautos que damos hacia un destino de cuerdas o como algunas falsas libertades prometidas. Pensaba en el taoísmo de estos pescadores, en la espera como acción, en el diseño sin prisa de su silueta.Tuve suerte. Vi a lo lejos un grupúsculo de niños con cubos y cedazos ("zalabares" aquí), charlando con un hombre de azul. Iban haciéndole preguntas, que cada vez oía más claras, mientras me iba acercando entre pececillos incoloros, gaviotas estatuarias, camarones huidizos, algas flotantes y en reposo y algún cangrejo tímido. Un chorlitejo mojaba sus patitas merodeando por las piedras. Y unas garcetas erguían su blancura bajo el celeste nítido del cielo.Cuando dejé la pose de flâneur marino, se me acercó Andrés Barba, en cuyo polo azul se leía su oficio. Me exhortaba a mirar las aguas, en las que un congrio deslizaba la oscura impotencia de su cautiverio. Los niños preguntaban si usaría el francajo para cazarlo, como si de un Poseidón con tridente se tratase. Les dejó una enseñanza:"Lo que no se va a servir de alimento es mejor dejarlo en paz". Era solo el placer de ver la vida manifestándose, por ver la belleza que huirá con la siguiente marea que suba.Me puse a hablar con él. Le pregunté por el origen, por el funcionamiento y por los turnos de los corraleros. Le comenté mi idea de escribir un artículo. Le dije que pensaba en que al vaciarnos, como el corral, encontramos lo que atesorábamos sin verlo; que, cuando, inundatoria, la marea sube en estos páramos salinos, la riega de vida, espumosa de brillos y corrientes. Pero cuando la marea baja, deja la verdad. Lo vi como un espejo del tiempo, de la abundancia con la que el hombre entra en los cauces de la vida y cómo, con el paso de las horas, cuando aminora el agua, se queda lo que verdaderamente pesa, lo que no es voluble, lo que merece el sudor salado de cogerlo. Asentía. Me dijo que le escribiese para lo que me hiciese falta para poner en valor esta herencia, esta sabiduría silenciosa.Se fue con su mochila y su francajo, perdiéndose en la lejanía de las aguas. Yo me fui, meditabundo, pensando en cómo traducir en un artículo la metáfora del corral como tamiz del tiempo, dejándonos sus dádivas mejores, su visión mejor, cuando el agua es poca, después de una honda tromba, como me reveló la muerte de mi padre.