Hace unos días vi a una chica bailando por la calle. Para ser más exactos, primero vi a un señor observando a alguien con curiosidad, y luego vi al objeto de esa mirada, que no era otra que una chica que avanzaba por la calle mientras bailaba al ritmo de la música que reproducían sus cascos. No culpo a aquel hombre, porque yo también volví la vista un par de veces para mirarla. Me pareció una estampa muy bella, aunque tristemente inusual, y me dio por pensar que consideramos las calles un lugar perfecto para dirigirnos de un lugar a otro, pero no para mostrar ni el más mínimo de nuestros estados de ánimo. Eso lo dejamos para la intimidad de la casa. Pensé que era una pena. La calle es el escenario del tránsito, el sitio que tan solo nos lleva de una obligación a otra. Pero no trates de sacarlo de esa función o correrás el riesgo de que te tomen por loco. Yo no lo haría porque soy un soso, pero, en cierto modo, me apena por aquellos que no lo son. Si bailas, te tratarán como a un tarado; si cantas, la historia no irá mucho mejor. No llores porque estarás dando el numerito, ni rías demasiado, o te tacharán de histérico. Hay limitaciones que aún son peores que estas. Los niños ya no pueden jugar al fútbol en la calle porque en casi cada esquina se prohíben los juegos de pelota, ni los tipos que olvidan sus penas gracias a un par de lingotazos pueden dar rienda a su arte en las tabernas porque en ellas se ha prohibido el cante. Que conste que entiendo la importancia del descanso de los vecinos. Yo, como desabrido oficial, casi lo defiendo. Pero sí pienso que hemos convertido las calles en un lugar carente de cualquier tipo de imaginación. Sólo es la vía que nos lleva de un lugar a otro de la cadena productiva.En ocasiones, en cambio, suceden los milagros. Este fin de semana estuve en Turín de vacaciones. Una de las noches, paseando por la Piazza Castello, encontré a un numeroso grupo de personas bailando swing. Parecían felices y las observé con gusto. Avancé un poco y me topé con un buen montón de chavales improvisando hip hop en una pelea de gallos. Continué caminando y, algo más adelante, unos músicos tocaban algo parecido a una muñeira mientras un nutrido corro de personas los acompañaban bailando a su alrededor. Todo aquello me pareció hipnótico y hermoso. Entonces me pregunté por qué se limitaría tanto la expresión de la alegría y me acordé de la chica que bailaba sola por la calle, aquella a la que aquel señor y yo observamos con cierta extrañeza. Y pensé que en aquel lugar se sentiría bien, aunque luego no lo tuve tan claro. Ella no necesitaba de la algarabía conjunta, porque había entendido que cualquier espacio era apropiado para sentirse feliz.