Sanfermines sin toros

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El alcalde de Pamplona, Joseba Asirón , del partido Bildu, va a hacer una encuesta para saber si la gente quiere seguir con unos sanfermines con encierros, corrida y procesión. Hace tiempo que pretenden introducir el tema en el debate. Parece que por la asistencia tienen más éxito los encierros que el propio Asirón, al que regaló el poder el infame Cerdán a cambio de que mandara Sánchez en Moncloa. Hay un debate sobre los toros, se dice el líder de Bildu, que no entiende que hay debates que no se pueden dar. ¿Hay debate sobre el Orgullo Gay?, ¿sobre la posibilidad de que los inmigrantes vivan en tal o cual pueblo?, ¿y sobre la ingesta de carne no hay debate también?, ¿sobre la existencia de barracas políticas en las que se exalta un movimiento terrorista como ETA? Y sobre que Asirón gobierne en un partido que le humea la pistola, ¿podríamos debatir? Al margen de los toros, los propios sanfermines generan un debate en cuanto mucha gente en Pamplona se va a Salou para no aguantar los pises y el ruido y otras cosas que consideran molestas. Pero sobre eso no hay debate, o los sanfermines no deben evolucionar en este sentido, según Asirón, ni se plantea hacer una fiesta con cascos con cancelación de ruido y que, en lugar de charangas, solo haya gente susurrando y bebiendo bebida isotónica. Digo que sobre todas las cosas hay un debate, pero el Ayuntamiento de Pamplona ha decidido abrir solo el de los encierros y el de las corridas de toros. Como si en Valencia hicieran un debate sobre si son posibles unas Fallas sin fallas ni petardos, unos carnavales de Río sin samba ni muslos al aire –¿no habrá gente en Río de Janeiro a la que no le gusta la samba?– o una Feria de Sevilla sin sevillanas, sevillanos o sevillanes. Se habla de cuál es la imagen que quiere dar Pamplona al mundo y esto proyecta muchas e interesantes perspectivas. Si abriéramos el debate sobre los sanfermines a otros países, ¿qué dirían los musulmanes de la ingesta del jamón de los bocadillos de magras con tomate?, ¿de la gente que se besa por la calle?, ¿y de las mujeres que en el chupinazo se levantan la camiseta?, ¿acaso no visten poca ropa? Podríamos preguntar en Teherán hacia dónde deberían evolucionar los sanfermines. En realidad ya existen unos sanfermines sin toros: todos los de quienes disfrutan de San Fermín sin ir a los toros. Yo no sé cómo puede disfrutar un ser humano adulto con dos dedos de frente en la acción de acudir a unos castillos hinchables, pero a la gente no hay que entenderla: hay que respetarla y, si así son felices, a mí me parece bien. Más bien lo que parece es que Asirón pretende terminar con las corridas, aunque después acude a ellas. Decía Ayala que, si fuera dictador, prohibiría los toros pero que, mientras no lo fuera, seguiría yendo. Los sanfermines sin tauromaquia no tendrían ningún sentido. Primero, porque el toro que entra en la ciudad concede una escala del agro y lo urbano que le da sentido a todo lo demás, la carrera del mozo anónimo por la mañana y el sacrificio del animal por la tarde en la plaza a manos del héroe torero, ungido a un carro alado que lo eleva a los cielos mitraicos, no se entienden el uno sin el otro. El toro en la calle, el toro que huele los escalones de los portales y llena de babas los telefonillos, nos devuelve la perspectiva del infortunio del que escapamos cada día por milímetros y enciende el motor de una fiesta gigantesca, febril y desorbitada. Sin toros, nada tendría sentido. Ni siquiera el ayuntamiento sería capaz de pagar el presupuesto del montaje de la carrera que sufraga la Casa de Misericordia, organizadora de la feria con motivos benéficos. Estadísticamente, podríamos resolver el debate sencillamente. Cada 5 de julio, la asociación animalista PETA, que recoge decenas de millones de dólares para prohibir la fiesta de los toros, se manifiesta ante la plaza. Son doscientos, trescientos, quinientos, poco importa. Todos los titulares son suyos mientras dentro la Monumental de Pamplona se llena de 20.000 almas dos veces al día y pagando. Si alguien desea hacer una encuesta, ahí la tiene: quinientos contra medio millón, eso sin contar los que corren el encierro, los que lo ven en la calle y los millones de espectadores que asisten a la carrera, entre el bostezo y el sobresalto, en los salones de casa de medio mundo. Cada día a las ocho de la mañana, el hombre se enfrenta y vence al toro en un ritual de exaltación de nuestra especie que se hace intolerable para los amantes de los animales, que en el fondo son odiadores de humanos. Hace años iban desnudos para llamar la atención y salir en las portadas con los pechos fuera. Ahora, quizá por no verse sexualizados en su descabellado antihumanismo, se visten de dinosaurios hinchables para denunciar que la tauromaquia está anclada en un pasado lejanísimo. La analogía temporal camina en contra de la prohibición pues, si los de los toros somos como los dinosaurios, tan antiguos, digo, habría que protegernos de la extinción. Se intenta con mucha fuerza asimilar la tauromaquia a algo del Paleolítico, propio del hombre de la caverna, básico, testosterónico y, al fin y al cabo, sencillo, pero yo creo que el hombre se hace hombre justamente cuando empieza a torear y supera el instinto de supervivencia para jugar, divertirse al fin y al cabo, en las postrimerías de la fragilidad de su existencia. Esto es que el hombre, en cuanto ser infinito e inabarcable, necesita, durante ocho mañanas de julio al año, acercarse a la muerte para sentirse vivo. Cosa que no hacen el perro, el pato, el conejo y otros seres que son, natural y sencillamente, inferiores y más atrasados y a los que pretenden poner a nuestro nivel en una inversión antropológica que, además de censura, encierra dentro de sí la más pura barbarie.