Nos rodea la abundancia: dispositivos inteligentes, redes repletas de imágenes perfectas, experiencias que prometen llegar al clímax... Sin embargo, algo nos falta. Lo dicen quienes llegan a mis consultas: «Estoy bien, pero siento que me falta algo. No sé qué es». Vivimos buscando. Cambiamos de ciudad, de pareja, de estilo de vida... pero el vacío se mantiene. ¿Y si el problema no estuviera en lo que nos falta, sino en lo que no sabemos ver? El 2023 cerró con un incremento en los trastornos relacionados con la ansiedad y la depresión, especialmente en jóvenes adultos. España lidera el consumo de ansiolíticos y antidepresivos en Europa, lo que refleja una sociedad que intenta calmar su malestar desde fuera, pero que aún no ha aprendido a mirar hacia dentro. Paradójicamente, en el momento histórico en que existen más recursos y posibilidades, se ha disparado la sensación de desconexión emocional. Vivimos tan acelerados que lo esencial se vuelve invisible. Nos dejamos llevar por el impulso del 'más' sin preguntarnos si lo que tenemos nos basta. En ese desorden, confundimos bienestar con logros, y conexión con seguidores. Como psicóloga, he aprendido que el malestar no siempre se cura añadiendo cosas. A veces es cuestión de soltar, de mirarse dentro, de reconectar con lo que ya está: una conversación sin pantallas, una tarde sin prisas, una emoción sin disfraz. La filosofía del 'slow living', los enfoques terapéuticos centrados en la atención plena y la reconexión con el cuerpo están ganando terreno como respuestas al agotamiento existencial que se siente. Quizás no se trate de llenar el vacío, sino de darle nombre. Y al hacerlo, recuperar la capacidad de sentirnos completos sin necesitar tanto. Marta Mandingorra . Pamplona Si viviésemos en un mundo distópico en el que nuestra historia la escribiese un 'Gran Hermano' y creyésemos firmemente que «la guerra es la paz», no podríamos darnos cuenta de que lo sucedido en Torre Pacheco ya sucedió, hace seis siglos, en otro pueblo con nombre también castizo. Por suerte, aunque cada vez estamos más cerca, todavía no vivimos en tal distopía. Una noche de abril de 1476, después de apaleados los labradores y agredidas las mujeres durante meses, los de 'Fuenteovejuna', nos dicen las fuentes, «se apellidaron para dar la muerte a Fernán Gómez de Guzmán por los muchos agravios que pretendían haberles hecho. Entrando en su misma casa, le mataron a pedradas, y aunque sobre el caso fueron enviados jueces pesquisidores que atormentaron a muchos de ellos y no les pudieron sacar otra palabra más ésta: 'Fuenteovejuna' lo hizo». Detrás de las teorías de la conspiración que lanzan desde los platós de televisión o de las acusaciones que vierten desde escaños y Ministerios para dar cuenta de los hechos (de donde solo podemos sacar en claro que muchos han perdido el contacto con la realidad), Torre Pacheco no ha sido tomado por grupos ultraderechistas ni por fanáticos de la violencia, sino por las consecuencias de las políticas fallidas y el hartazgo del pueblo que las sufre. La desesperación de quienes nada tienen ya que perder y a quienes sólo les queda el nombre –el de su pueblo– es la misma hoy que hace seis siglos en 'Fuenteovejuna'. No justifico la violencia, como no la justifica Lope de Vega, pero sí me atrevo a leer en este levantamiento algo más que la anécdota que la semana que viene ya no estará en las portadas. Torre Pacheco es el símbolo de una ciudadanía que siente que los que prometieron defenderla han conseguido precisamente lo contrario; todos, en algún sentido, lo somos. Por eso, cuando se pregunten qué está sucediendo, atrévanse a ir más allá de las afirmaciones de su político favorito, recuerden que los afectados son sus conciudadanos, y si les preguntan, no tengan miedo de afirmar que Torre Pacheco lo hizo. Tal vez convenga recordar que cuando el Rey Fernando 'el católico', escuchó los hechos y comprendió el abandono sufrido por los vecinos. No castigó la insurrección, sino que absolvió al pueblo. Fernando y Lope de Vega después entendieron que hay momentos en que el grito de un pueblo que no son delito, sino síntoma. Escucharlo no es rendirse: es gobernar. Rodrigo Sánchez-Bleda . Zaragoza