Violencia y fiasco en Colombia

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Colombia ha sido golpeada por dos atentados que reviven con crudeza un clima de violencia que se creía superado. En Cali, un camión cargado de explosivos estalló cerca de la Escuela Militar de Aviación Marco Fidel Suárez, dejando al menos seis muertos y decenas de heridos. Simultáneamente, en Antioquia, un helicóptero policial fue derribado por un dron durante operaciones de erradicación de cultivos ilícitos, provocando la muerte de doce uniformados y múltiples heridos. Dos ataques aterradores que no solo han diezmado vidas, sino que encienden las alarmas sobre el resurgimiento de redes criminales equipadas con recursos tan sofisticados como drones y explosivos que trascienden cualquier comparación convencional. Esta espiral letal sucede bajo la Administración de Gustavo Petro, quien prometió una «paz total» pero ha resultado un mal gobernante incapaz de interpretar el delicado momento que atravesaba el proceso de abandono de la violencia en su país. En lugar de fortalecer los consensos políticos y sociales, su ejercicio del poder se ha erigido sobre una plataforma de desconfianza y discordia que ha alcanzado a su propio entorno político y familiar. Ha pretendido imponer reformas impopulares sin el apoyo necesario de amplios sectores, erosionando el tejido social y político que hubiera sido crucial para enfrentar amenazas tan graves. Los grupos disidentes de las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) han sido señaladas como responsables de los atentados. No estamos aquí ante fenómenos como el IRA auténtico, donde un grupo radicalizado ideológicamente se negaba a abandonar la lucha armada, sino ante la poderosa asociación entre la guerrilla y el dinero del narcotráfico, donde éste último constituye un incentivo al que no se puede contestar con soluciones tradicionales. La impresión es que los cárteles del pasado han renacido, dotados de tecnología avanzada: minisubmarinos, drones –como el que derribó el Black Hawk policial– y vastos recursos económicos que han escapado al control estatal. Es necesario entender esta alianza como una amenaza de nuevo cuño, que exige una respuesta eficaz, inteligente y coordinada. Petro, lamentablemente, ha sido incapaz de generar una respuesta política acorde a la magnitud del desafío. Sus decisiones han evidenciado una gran desconexión con la realidad. En medio de esta emergencia, la atención pública se ha desviado también hacia el expresidente Álvaro Uribe Vélez. El 19 de agosto de 2025, un tribunal de segunda instancia anuló su detención domiciliaria, hoy revocada, mientras se resuelve su apelación por la condena de 12 años por soborno y fraude procesal. Desde entonces, Uribe ha regresado a la vida política con una férrea campaña de oposición: sin gritos de «fuera Petro», pero sí de «adentro democracia», denunciando el «neocomunismo» del gobierno y proponiendo una coalición nacional de derecha con apoyo externo, incluso de fuerzas como EE.UU., Israel y el Reino Unido. Este retorno de Uribe añade más polarización al país. Frente a la escalada de violencia, en lugar de ofrecer un liderazgo integrador, Petro se enfrenta a una fractura política que le restará capacidad de reacción. En tal situación, Colombia requiere menos estridencias y más eficacia: una estrategia coordinada entre Estado, sectores sociales y políticos, respaldada por decisiones firmes y consensuadas que permitan retomar el control territorial y desmantelar las redes criminales emergentes.