Pasan los años, pero el imborrable recuerdo de Lola Flores nos sacude en verano como un abanico abierto al viento. Desde su rincón eterno en nuestra memoria, la Faraona evoca aquellos estíos de otra época, cuando el sol caía como plomo sobre la costa gaditana y ella, con bata de cola o bata de casa —según la hora—, se perdía entre la brisa salina de la bahía de Cádiz y el bullicio de sus hijos corriendo por la arena. Sus veranos eran una tregua del escenario, pero no del arte : en cada chiringuito se armaba un tablao improvisado, y en cada comida, entre langostinos y papas aliñás, se cocía también un poco de leyenda. Con Antonio González, El Pescaílla, formaban un tándem artístico y vital. En aquellos veranos de los años 60 y 70, cuando España entera se iba a Torremolinos o a Benidorm, ellos preferían el sur de siempre, ese que no salía en las postales pero que tenía más alma : Cádiz, por supuesto, pero también Zahara de los Atunes, Conil, Chiclana y alguna casa prestada en Sanlúcar de Barrameda, donde no hacía falta ni televisor. Algunos años alquilaban una finca cerca de Vejer de la Frontera, donde se mezclaban vecinos, flamencos y turistas despistados. A Lola no le gustaban las vacaciones de lujo, ni los hoteles de cinco estrellas. Para ella, la felicidad era una mesa llena, una noche larga, y una guitarra que pasaba de mano en mano como el vino . Y si sus hijos —Antonio, Rosario, Lolita — se arrancaban por bulerías, mejor. Años más tarde, con Lola ya convertida en mito y su voz resonando en cintas de casete, sus hijas tomaron el testigo . Lolita, la mayor, mantuvo siempre una relación de amor y vértigo con el verano. Sus giras coincidían muchas veces con la temporada alta, y su vida se dividía entre los escenarios de festivales flamencos y escapadas fugaces a la costa. Le gustaba Ibiza, donde encontró refugio artístico y personal durante años, especialmente en la zona de Santa Eulalia. También tenía devoción por Cádiz , como su madre, y solía pasar días en El Palmar o en Los Caños de Meca, buscando el viento justo para no perder la voz. En sus vacaciones, mezclaba el descanso con el arte: lo mismo la encontrabas en un 'beach club' con amigos en Tarifa que en una cena donde terminaba cantando a capela . «Yo me llevo el arte hasta en la maleta», decía riendo en alguna entrevista, sin quitarse nunca del todo ese aire de niña prodigio convertida en mujer de armas tomar. Ahora, de gira con su monólogo 'Poncia', alterna los escenarios con pequeñas escapadas gaditanas. Rosario, por su parte, siempre fue más nómada, más de alma gitana en sentido literal . Sus veranos eran una constante mudanza entre ciudades, playas y escenarios. Desde pequeña aprendió que el verano no era para parar, sino para girar. Y así lo ha seguido haciendo: conciertos en Francia —especialmente en Marsella y Nîmes, donde el flamenco tiene público fiel—, festivales en Andalucía como el de La Mar de Músicas en Cartagena o Etnosur en Jaén, y escapadas breves a Formentera, donde ha pasado más de una vez semanas enteras junto al mar, o al desierto de Marruecos, donde ha encontrado inspiración para su música. También tiene su rincón secreto: un pequeño refugio en la sierra de Grazalema , donde desconecta del mundo y, de vez en cuando, escribe alguna canción. Este año, desde su casa en Zahora, en primera línea de playa, ha disfrutado de la compañía de sus sobrinos Elena y Guillermo . Con la tercera generación, el verano toma otras formas, pero conserva los hilos invisibles que atan a los Flores a su herencia. Elena Furiase , hija de Lolita, ha crecido entre camerinos y playas, entre entrevistas y meriendas familiares. En su infancia, los veranos eran un ir y venir entre la casa de los abuelos en El Escorial y las playas del sur, sobre todo Zahara y Roche, donde aprendió a nadar entre risas y ensaladillas. Ahora, convertida en actriz y madre, busca destinos donde sus hijos puedan correr descalzos y ella pueda, al fin, descansar . Ha hablado alguna vez de su amor por Asturias, especialmente por Llanes, y por la costa gaditana, aunque confiesa que cualquier lugar con sombra, agua y un poco de silencio le parece paraíso . Este año, la hemos visto posar en sus redes en la orilla de la playa de La Barrosa, en un hotel de lujo en Novo Sancti Petri y, también en un parque acuático junto a sus pequeños, Noah y Nala. Elena y su marido, Gonzalo Sierra, no necesitan grandes viajes, sino instantes para recordar. Alba Flores, la más introspectiva del clan, hereda también ese aire nómada, pero con otra cadencia. Los veranos para ella son, más que un paréntesis, una oportunidad de búsqueda personal . Vegetariana, espiritual y activista, Alba prefiere los destinos tranquilos, como Formentera, conectados con la naturaleza. Ha pasado temporadas en la India, en Rishikesh, en retiros de yoga; ha viajado por Nepal y Vietnam, y también ha buscado el silencio en la Sierra de Gredos o en Asturias, donde suele practicar meditación. No quiso perderse la expedición a las Galápagos organizada por Greenpeace . No es raro que elija para sus veranos un retiro en las montañas, un viaje sin cobertura, o una ruta sin mapa por alguna región remota. Pero no olvida sus raíces: cada tanto, se deja ver por Cádiz, por la playa de Bolonia, o por un bar escondido en Medina Sidonia , donde la tierra le recuerda de dónde viene. Su verano ideal no tiene mucho que ver con el lujo, sino con el tiempo lento, los libros, y una buena conversación bajo las estrellas. Lo fascinante de los veranos de los Flores no es solo la diversidad de sus destinos, sino la manera en que cada generación ha sabido transformar el calor y el tiempo libre en un espacio íntimo de reencuentro con lo esencial . Donde otros ven descanso, ellos encuentran expresión; donde otros apagan el ritmo, ellos afinan la voz. De la guitarra del Pescaílla a los retiros silenciosos de Alba, hay una línea invisible pero firme que recorre todos esos agostos vividos al compás de la sangre y la música. Hoy, cuando se habla del verano de la familia Flores, se habla también de una forma de entender la vida : no como una huida, sino como una celebración.