Acerca del puritanismo de izquierdas

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Acostumbramos a dar por supuesto de que la derecha es puritana en términos sexuales y la izquierda todo lo contrario. Craso error. Eso pudo ser así en algún momento tras la revolución parisina de 1968, pero nada más. Tradicionalmente, la izquierda, en cuestiones íntimas, se ha decantado por el conservadurismo. Mientras los estudiantes franceses practicaban la revolución sexual, no eran pocos los militantes tradicionales del comunismo que se escandalizaban con todos aquellos cambios que iban contra su sentido de la decencia. Así, es fácil encontrar, sin ir más lejos, condenas a la homosexualidad por parte de gente que supuestamente encarnaba el progreso. Pensemos en la Unión Soviética bajo Stalin, que criminalizó las relaciones entre personas del mismo sexo al identificarlas con la inmoralidad de la decadente burguesía. Así, los comunistas estrictos podían ser insoportablemente rígidos. Es divertido pensar en la reacción de Karl Marx, el gran patriarca de la revolución, cuando el franco-cubano Paul Lafargue cortejó a su hija Laura. El autor de El capital quiso entonces conocer los medios económicos de su futuro yerno y le advirtió, en términos tajantes, que si deseaba continuar con la relación debía huir de la intimidad excesiva. Si insistía en mostrarse apasionado, él cumpliría sus deberes de padre. Como acabamos de ver, el príncipe de los comunistas, cuando le tocaban a una de sus pequeñas, no se alejaba mucho de cualquier cabeza de familia burgués. No fue un caso único al evidenciar este tipo de prejuicios.Hagamos ahora un salto histórico y vayamos a la Cuba castrista, donde al poeta nicaragüense Ernesto Cardenal le dijeron que la libertad sexual no era marxista. El hecho es que las ideas revolucionarias coexistían entonces con ideas sobre la sexualidad que eran, como poco, tradicionales. El propio Cardenal refiere un caso en el que un tribunal juzgó a una mujer divorciada, a la que una casada había acusado de intentar robarle el marido. Al parecer, ella estaba en casa del matrimonio, donde había ido a pedir media botella de aceite. El hombre la habría hecho pasar a la concina y habría intentado besarla. A la fuerza, según la versión de la protagonista. De manera consentida, según la esposa, que los habría sorprendido. Al final, el jurado popular condenó a la divorciada. La pena consistió en una amonestación y, además, se la obligó a continuar con sus estudios primarios, que no había llegado a concluir. Lo sorprendente es que no se la consideraba culpable, puesto que su vida intachable había quedado acreditada por los testimonios. Lo que se encontraba censurable era tan solo su imprudencia: “pues cuando una mujer va a pedir prestado algo a una vecina y encuentra que ésta no está, sino que está solo el marido, debe de abstenerse de entrar para evitar las habladurías del vecindario y las sospechas de la esposa”. Esta conclusión se basaba en un principio discriminatorio: las divorciadas, por el hecho de serlo, tenían que tomar más precauciones a la hora de evitar las malas lenguas.A más radicalidad política, mayor puritanismo. Durante la Revolución Cultural, Mao se propuso desenmascarar a todos aquellos que supuestamente se habían infiltrado en el partido comunista y pretendían devolver a China a la senda del capitalismo. La idea, por tanto, era recuperar las esencias amenazadas. Eso explica que, el terreno moral, los guardias rojos no se andaran con demasiadas contemplaciones. Había que erradicar todo lo que fuera sinónimo de la denostada burguesía. Eso, en la práctica, significa arremeter contra una amplia variedad de costumbres o expresiones culturales aunque fueran perfectamente inocuas. Se desató así un caos en el que cualquiera podía ser denunciado por el motivo más arbitrario y absurdo. Frank Dikötter, en La Revolución Cultural (Acantilado, 2025) nos proporciona ejemplos estremecedores de hasta donde podía llegar el fanatismo. La música clásica pasó a ser identificada con lo burgués, lo mismo que el jazz. Entre tanto, muchas bibliotecas se entregaron al fuego. La misma desconfianza se extendió al cine extranjero, culpable de difundir valores antiprogresistas. El patrimonio religioso tampoco se libró de aquella purga descomunal en la que iglesias y monasterios acabaron convertidos en prisiones o barracones. Los artífices de todo este puritanismo no se veían a sí mismos como tradicionalistas sino como los héroes de una lucha de izquierdas que iba a acabar con el “mundo viejo”. Todos los obstáculos que frenaran la implantación de la utopía debían ser removidos. Aunque fueran elecciones del ámbito privado como como los tacones altos, las faldas cortas o los peinados imaginativos. Las barberías solo ofrecían cortes de pelo sencilllos porque eso era lo que correspondía a la clase obrera. Ser proletario significaba apostar por una austeridad estricta y era incompatible con cualquier individualismo. De ahí que se condenara con rotundidad el “lujo” burgués, aunque ese hipotético dispendio consistiera tan solo en flores. Los establecimientos que las vendían se exponían a terminar destrozados. Los vándalos tampoco dudaron en pintarrajear lápiz de labios a las mujeres que los utilizaban como un signo de elegancia. Como señala Dikötter, “se acabó imponiendo una monótona uniformidad”. El moralismo también llegó a los restaurantes, donde solo se podían servir platos sin ningún tipo de refinamiento gastronómico. Incluso llevar calcetines parecía censurable por constituir una falta de consideración hacia los trabajadores. ¿Cómo explicar una presencia tan fuerte del moralismo en doctrinas que parecen, al menos a primera vista, laicas? La respuesta es que no lo son tanto. Como señala el filósofo John Gray, determinadas ideologías políticas han funcionado, en la práctica, como religiones seculares. Su intento de transformar radicalmente la historia tenía más que ver con la fe que con la racionalidad: “Los movimientos revolucionarios modernos son una continuación de la religión por otros medios”. La apelación a una supuesta pureza acaba por desembocar en una concepción rígida del bien y del mal. Si lo que buscamos es la redención del mundo, no podemos ser laxos. La tibieza es el peor pecado imaginable. Puesto que se trata de constituir una comunidad ideal, hay que empezar dando ejemplo. La sacralización de la política se traduce, por este camino, en una reglamentación de lo prohibido con vistas a materializar una promesa laica de salvación. En los últimos años, con el auge de lo woke, el puritanismo ha vuelto con fuerza. Se censuran así películas antiguas, como Lo que el viento se llevó, como si el espectador no fuera lo bastante listo para diferenciar entre la ficción y la realidad. Lo mismo pasa cuando se amenaza con “cancelar” a un escritor por su vida privada, como si no pudiéramos separar a un autor, por muy miserable que pudiera haber sido, de su obra. Los guardianes de los templos sagrados son así: les encanta una buena caza de brujas.