La sentencia sobre el monopolio de Google en las búsquedas pasará a la historia no como un intento serio de poner coto al poder de las grandes tecnológicas, sino como un perfecto ejemplo de cómo se desactiva, desde dentro, la voluntad política de frenar a quienes se han adueñado del mercado digital. Lo que debía ser un correctivo ejemplar se ha convertido en una broma de mal gusto: ni ruptura, ni separación de Chrome o Android, ni sanciones económicas relevantes, sino simples restricciones cosméticas y a corto plazo que no alteran en nada la hegemonía de la compañía. El juez Amit Mehta rechazó explícitamente las propuestas más ambiciosas del Departamento de Justicia calificándolas de «excesivas», y llegó a aceptar casi en su totalidad los remedios propuestos por la propia Google, con mínimas modificaciones. Dicho de otra manera, el acusado dictó prácticamente al juez su propia sentencia. Los «remedios» aprobados rozan lo ridículo: Google no podrá firmar contratos exclusivos por más de un año, deberá compartir ciertos datos con competidores y tendrá que maquillar levemente su acuerdo con Apple para que no se convierta en una exclusividad absoluta. Nada que ponga en peligro los más de 20,000 millones de dólares anuales que la compañía paga a Apple para seguir siendo el buscador por defecto en Safari, ni que limite de verdad la captura de tráfico y la extracción de datos que sostienen su modelo publicitario. El juez incluso subrayó que prohibir esos pagos «podría dañar gravemente» a empresas como Mozilla, que dependen en gran medida de ellos: poco le ha faltado al juez para declarar que interrumpir esos pagos podría dañar a Apple, una de las compañías más valiosas del mundo. Por tanto, Google podrá seguir comprando distribución de sus servicios y de sus productos de inteligencia artificial, siempre que el contrato no se firme en exclusiva. Para los críticos, como el American Economic Liberties Project, estamos ante un «fracaso histórico» que debería apelarse sin demora. La ironía es sangrante: tras décadas de abusos documentados, tras haberse demostrado que Google mantuvo ilegalmente su monopolio, la compañía no solo evita cualquier ruptura estructural, sino que se permite salir fortalecida. Google acaba de ganar la guerra antimonopolio, porque la sentencia elimina de un plumazo el «riesgo bajista» que pendía sobre su acción desde que fue declarada monopolio ilegal. Alphabet subió en bolsa casi un 8% inmediatamente después de conocerse la decisión, Apple otro 3%, y el Nasdaq celebró en conjunto la noticia. No estamos hablando de justicia, sino de la tranquilidad de los inversores. En abril ya analizaba cómo la compañía había construido su hegemonía «a base de restricciones», y ahora vemos cómo esa hegemonía queda ratificada judicialmente. La excusa esgrimida por el juez para justificar su laxitud resulta casi insultante: la aparición de la inteligencia artificial generativa habría «cambiado el curso del caso«, hasta el punto de hacer irrelevantes los remedios más duros. Lo que en realidad significa es que la promesa de un futuro competidor hipotético como los chatbots de inteligencia artificial se utiliza como coartada para perpetuar los abusos actuales. La resolución es incapaz de restaurar la competencia ni de beneficiar al consumidor. Lo que sí restaura, eso sí, es la confianza de Silicon Valley en que con la actual administración nada se interpondrá en su camino. Y lo hace en línea con lo que ya comentaba en abril del año pasado: “¿a estas alturas nos sorprende que Google sea un monopolio?” Algunos analistas han querido ver en la sentencia un precedente con implicaciones más amplias. El abogado antimonopolio Joel Thayer afirmaba que la orden de obligar a Google a compartir parte de sus datos de búsqueda implica un «cambio monumental» en la doctrina legal: por primera vez se reconoce que ciertos outputs de las plataformas, en este caso, los datos, no pueden quedar bajo control exclusivo de una empresa, y que deben ponerse a disposición de competidores para que los consumidores se beneficien. Esa lógica, sostenía Thayer, podría aplicarse a Apple y obligarle a abrir iMessage, o a Meta y forzarle a compartir datos sociales con terceros. No es casualidad que tras el fallo, las miradas regulatorias se giren ahora hacia los otros tres grandes casos pendientes: Meta, Apple y Amazon. El problema es que, aunque esas interpretaciones puedan sonar teóricamente prometedoras, el propio fallo rebaja cualquier expectativa de un verdadero correctivo. Mehta rechazó tajantemente la posibilidad de forzar la venta de Chrome o Android, recordando que las desinversiones son «remedios de último recurso» y rara vez eficaces a largo plazo. Si algo se desprende de esta sentencia, es que ninguna gran tecnológica tiene nada que temer con respecto a una posible ruptura estructural. Lo peor que podría ocurrirles es un mandato limitado de compartir ciertos datos. Incómodo, tal vez, pero para nada una «sanción» como tal. La misma semana de la sentencia, la Unión Europea decidió suspender sus planes de sancionar a Google por su negocio de publicidad digital, temiendo represalias de la administración Trump: una auténtica vergüenza y una clara prueba de un servilismo atroz. Ahora, el mensaje es cristalino: no importa que te declaren monopolio, no importa que hayas comprado distribución de manera ilegal durante décadas, no importa que hayas limitado la competencia en uno de los mercados más importantes de la economía digital: lo peor que te puede pasar es una sentencia indulgente, un par de restricciones cosméticas y una palmadita en la espalda. El precedente es devastador. El caso contra Meta seguirá, previsiblemente, el mismo guion: ruido mediático, acusaciones contundentes, titulares que anuncian el «fin de la impunidad», y finalmente un desenlace inane, sin sanciones, sin rupturas estructurales y con una compañía aún más segura de su posición. La conclusión es amarga pero clara: no vivimos en una economía de mercado donde las reglas de competencia se hacen cumplir, sino en un sistema en el que los gigantes dictan sus propias condiciones y manipulan los procesos judiciales a su antojo. El antimonopolio, al menos en Estados Unidos, se ha convertido en una broma sin gracia.