Corrían los años convulsos de las guerras napoleónicas y Europa parecía tambalearse entre el derrumbe de lo viejo y el doloroso parto de lo nuevo. La espada de Napoleón dibujaba nuevas fronteras y el Sacro Imperio se desmoronaba como un castillo de naipes tras un milenio de existencia. En ese momento, Hegel vislumbró que la historia es el despliegue de un Espíritu que se realiza en su propia contradicción. Dependía de modestos salarios y, en ocasiones, de amigos que lo sostenían. Para colmo, acababa de ser padre de un hijo ilegítimo con la casera y a duras penas conseguía hacerse cargo de su manutención. Su situación era tan inestable como la de su propio tiempo histórico. De ahí que la redacción de la fenomenología del espíritu fuese febril, casi desesperada. Escribía de madrugada, a la luz de velas. Quizá porque en las calles sonaban tambores de leva, cada frase parecía escrita al compás de la artillería. La Historia golpeaba la puerta con la culata del fusil. Entonces Napoleón entró en Jena y Hegel apuntó en una carta que había visto «el alma del mundo a caballo». Era la víspera de la batalla que abriría al Corso las puertas de Prusia. El chiste se hace un solo: un profesor mal pagado se agarraba a las faldas del César de turno, convirtiéndolo en figura providencial. Jena era, por tanto, una ciudad ocupada cuando la primera edición de la fenomenología vio la luz en 1807. Hegel postuló la existencia de un Espíritu que avanza a estacazos, retrocede con moratones, yerra la ruta y vuelve a empezar. Sobra decir que ese convencimiento de que la Historia camina, aunque cojitranca, hacia su propio alumbramiento no podía dejar de levantar suspicacias. Verbigracia, las del filósofo liberal británico Isaiah Berlin, cuyo texto 'La inevitabilidad en la historia' acaba de rescatar Página Indómita. A juicio de Berlin, Hegel cayó en la vieja tentación de convertir la contingencia en necesidad . Si aceptamos que la historia está gobernada por leyes invisibles –vino a argumentar–, el individuo se reduce a marioneta. Donde el prusiano veía libertad, el inglés percibía cadenas. Publicado originalmente en 1954 a partir de una conferencia de su autor en la London School of Economics, 'La inevitabilidad en la historia' es un texto brillante. Berlin era enciclopédico y sabía polemizar sin perder elegancia. Por eso es un placer leerlo, incluso cuando no acierta del todo. El error de Berlin estriba en leer la necesidad hegeliana con la mecánica de los planetas, que es como leer la Fenomenología del Espíritu con ojos de notario. En cierto sentido, la confunde con un tren que avanza por raíles seguros, cuando más bien es una semilla que, por su naturaleza, se abre en flor. Su florecimiento depende de la poda temprana, de la manera en que el campesino descargue el azadón, de que llueve o no llueva... En esa tensión se movía Hegel, que nunca hizo profecías. Para el prusiano, lo que retrospectivamente luce como necesidad inapelable hubo de ser, en su momento, un salto al vacío. Cuando Berlin negaba el destino, afeando a Auguste Comte que hubiera tratado de convertir la Historia en una ciencia exacta, no se alejaba tanto del maestro de Jena. Si la Fenomenología nació al redoble de los cañones, las 'Lecciones sobre Filosofía de la Historia' surgieron en una Europa suturada, remendada como un calcetín viejo tras el Congreso de Viena. Todo había vuelto al orden, entre otras cosas porque la Santa Alianza vigilaba de cerca cualquier chispa revolucionaria. Mucho habían cambiado las cosas para Hegel: el profesor errante de Jena era ahora el prestigioso cátedro de Berlín. Sus clases se abarrotaban mientras, en el aula contigua, Schopenhauer –enemigo declarado del optimismo hegeliano– predicaba para cuatro gatos. Las 'Lecciones' fueron recogidas por sus alumnos y publicadas de forma póstuma. De ahí su carácter híbrido. Tienen pasajes solemnes y categóricos, y también divagaciones que no vienen mucho a cuento; hasta cuentan con los típicos chascarrillos que improvisa un profesor para mantener la atención del aula. Son más accesibles que la Fenomenología, lo que acaso explique su influjo sobre varias generaciones de intelectuales. Claro que las 'Lecciones' son también, por qué no decirlo, la grieta por donde Hegel se desangra. Al situar la culminación del devenir histórico en Europa y relegar el resto del orbe a simple escenario donde se repite, como eco diluido, lo que en el Viejo Continente alcanzó su plenitud, Hegel impregna su arquitectura filosófica de un tufo colonial que no se disimula fácilmente. Sobra recordar que toda obra es hija de sus circunstancias, como dejó dicho Goethe, pero en este caso el despliegue de la Razón se parece demasiado a la lógica expansiva de los imperios. El Espíritu que comparece en estas páginas, sin los suntuosos atavíos de la Fenomenología, luce en su desnuda puerilidad. 'Los Decretos de Karlsbad' amordazaban a las universidades, la policía de la Restauración roía los zancajos a los profesores y el filósofo oficial del Estado prusiano aseguraba, con gesto grave y el riñón cubierto, que la historia seguía siendo la larga pedagogía de la libertad. «Nada es sin razón, decía Leibniz; o, como diría el castizo, no hay mal que por bien no venga (si el mal es de otros). Si el Espíritu Absoluto sirvió de catecismo a un Estado que exigía obediencia, Berlin lanzó su denuncia en plena guerra fría con la astucia de quien, aparentando lanzar un tiro limpio, despliega una andanada. Recuérdese que, al otro lado del Telón de Acero, campaba un marxismo hegeliano que hacía del paraíso proletario una suerte de ineluctabilidad histórica. Por eso Berlin criticaba a Hegel con la vista puesta en las leyes infalibles que justificaban gulags, alambradas y garitas de vigilancia. Son llamativas las mutaciones que la filosofía de la historia hegeliana ha experimentado con el correr del tiempo. Para despliegue dialéctico, el de esta criatura: si Marx la convirtió en profecía revolucionaria y el estatista Alexandre Kojève en evangelio para burócratas, el politólogo liberal Francis Fukuyama vio en ella, en las postrimerías del pasado siglo, una teleología que situaba en la democracia occidental el punto de reposo del Espíritu. ¡De Jena a Wall Street! El maestro Berlin, que ya peinaba sienes blancas, no alcanzó a advertir de la reinvención postrera: un Espíritu Absoluto que ya no soñaba con dictaduras del proletariado, sino con tratados de libre comercio. Hay quienes, en nuestros días, siguen embriagándose con la ilusión de que la democracia es el punto final de la Historia. Al hacerlo, asumen la superchería de que la Historia galopa en línea recta por la autopista del progreso, camino de un paraíso de urnas, derechos humanos y centros comerciales con aire acondicionado, y olvidan que, si avanza, lo hace a trompicones. No ha habido en la historia del pensamiento tentativa más osada que la de Hegel. Trató de hallar en siglos de guerras, ruinas y levantamientos algo más que azar y ley del más fuerte. Y, sin embargo, su lógica de la libertad no pasa de ser un orden dibujado sobre los cascotes. Quien lee a este filósofo desmesurado y tormentoso cree ver relámpagos, si es que aguanta la lectura, pero los fogonazos no siempre bastan para alumbrar el camino. ¿Se puede afirmar que la Historia, con todas sus iniquidades, tiene sentido? Hegel responde que sí, siempre y cuando no lo entendamos como un guion anticipado. Es como si la Historia, esa deidad cruel sedienta de sangre, no nos revelara su lógica mientras la vivimos.