Era una tarde lluviosa de invierno en el Hospital San Carlos de San Fernando, Cádiz. De esas tardes en que el viento se cuela por las rendijas de las puertas automáticas y el aire húmedo se mezcla con el olor a desinfectante. Soy limpiadora en este hospital desde hace más de quince años, y podría decir que me sé de memoria cada pasillo, cada ascensor que se atasca, cada luz que parpadea cuando menos conviene. Pero aquella tarde, mientras la lluvia golpeaba los ventanales como si quisiera entrar, algo me recordó que, incluso en los lugares más rutinarios, aún hay espacio para lo inexplicable.Llevaba varias horas recorriendo plantas, fregona en mano, arrastrando el cubo y el cansancio a partes iguales. Cuando llegó la hora del descanso, bajé al cuarto que usamos las limpiadoras, un espacio modesto cerca del sótano, con unas ventanas altas que dan a un pasillo técnico. Son de esas ventanas que no se abren, más para dejar pasar la luz artificial que el aire. Me senté con una compañera a merendar; café en termo y una tostada fría; y hablamos de lo de siempre: los turnos, los recortes, los pacientes que te dan los buenos días, aunque estén sufriendo, los que no.Fue entonces cuando sonó. Un golpe seco, fuerte, contra el cristal. Las dos levantamos la vista al mismo tiempo. En el vidrio quedó marcada una mano abierta, como si alguien la hubiera estampado con toda su fuerza. Una mano humana, clara, con la huella bien visible por la humedad del exterior.Nos miramos, con ese silencio que pesa más que las palabras. “Algún TCAE haciendo el tonto”, dije al fin, intentando quitarle hierro. Salimos al pasillo… y no había nadie. Ni pasos, ni voces, ni rastro de quien hubiera podido correr o esconderse. Nada. Solo el eco de la lluvia en las tuberías.En el San Carlos, como en muchos hospitales antiguos, abundan las historias. Los celadores hablan de ascensores que bajan solos por la noche, las enfermeras cuentan que hay camas que se arrugan sin que nadie se siente, y los pacientes; los más veteranos; aseguran haber visto figuras blancas cruzando los pasillos cuando la planta está vacía. Yo siempre me reí de eso. Hasta ese día.No diré que crea en fantasmas. No soy de esas personas que ven espíritus en cada sombra. Pero tampoco puedo negar lo que vi: una mano marcándose en un cristal que no da a la calle ni a un pasillo con tránsito. Y aunque la explicación racional podría ser mil; una corriente de aire, un reflejo, una broma; lo cierto es que en ese momento sentí algo que no sé describir del todo. Una mezcla de respeto, miedo y, curiosamente, compañía.¿Qué podría haber sido eso? Siempre quedará esa misteriosa mano, ese golpe en el cristal, golpeando con fuerza mis recuerdos. Buscando una lógica que se pierde entre la niebla de la duda.