El fiscal ante los jueces

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Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, se sienta ete lunes en el banquillo de los acusados ante siete magistrados de la Sala Segunda del Supremo, quienes durante diez días oirán las pruebas de la acusación por un delito de revelación de secretos. Enfrente, la defensa de García Ortiz, asumida por la Abogacía del Estado y completada por la Fiscalía en la persona de confianza del acusado, argumentará que la acusación es un falacia. También pretenderán demostrar que no hay pruebas de que el fiscal general del Estado filtró a una emisora de radio un correo electrónico confidencial del abogado de Alberto González Amador, pareja de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, remitido semanas antes al Ministerio Público para iniciar las negociaciones previas a una posible conformidad por delitos fiscales, de los que será juzgado próximamente. Este es el escenario actual, insólito en una democracia europea, producto de un comportamiento al menos anómalo de quien no ha tenido la decencia personal de abandonar su cargo y que va a permitir que la Fiscalía en su conjunto se sienta este lunes humillada con su presencia como acusado ante el máximo órgano de la Justicia penal española. La presunción de inocencia ampara a García Ortiz, tanto como debería de haber amparado a González Amador, pero el Gobierno y sus socios han inaugurado un tiempo de degradación de los valores constitucionales en el que les resulta muy fácil condenar a inocentes sin juicio y difamar impunemente a jueces que solo hacen su trabajo. Precisamente por esa presunción de inocencia a la que se acoge García Ortiz, es la acusación la parte que debe probar su culpa. Pero García Ortiz ha hecho todo lo posible para que se sospeche de él con fundamento: exigió con urgencia el expediente de González Amador, recibió el correo con la negociación propuesta a la Fiscalía por su abogado y, al poco rato, fue difundido por una emisora de radio y, luego, cuando vio venir su imputación judicial, borró mensajes y correos electrónicos, aunque quedó rastro suficiente en algunos de sus destinatarios. No es esta la conducta que se espera de un fiscal general del Estado. El problema de la democracia española es que son los jueces los que ahora tienen que decidir sobre la responsabilidad política de los altos cargos, como si fuera accesoria de una condena penal. Este es el grave problema ético que está socavando la confianza ciudadana en las instituciones. Desde una de ellas, la Fiscalía General del Estado, se urdió una trama para desvelar secretos profesionales. Podrá o no ser delito, pero es un comportamiento deleznable porque sitúa al Ministerio Público en los antípodas de lo que la Constitución de 1978 esperaba de él: que fuera defensor de la legalidad, del interés general y de la independencia judicial. No es García Ortiz el responsable principal de su afrentosa continuidad en la jefatura de la Fiscalía, sino aquel a quien sirve de forma claudicante, el presidente del Gobierno, infiltrado en las instituciones para crear a su alrededor un perímetro de seguridad que se va agrietando poco a poco y de forma sostenida . Pedro Sánchez ha demostrado que no le tiembla el pulso a la hora de manipular y utilizar a las personas en su beneficio. Que no le quepa duda a García Ortiz de que, si es condenado, Sánchez se hará el sorprendido, como ha hecho con Ábalos, Koldo –con quien tenía una relación «anecdótica»– y Cerdán. La falta de escrúpulos es un síntoma de la enfermedad del poder. Su mejor tratamiento, la independencia de los jueces.