Problemas reales

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Inquieta reposa la cabeza que lleva una corona. Un respeto, por favor: ¡los reyes también lloran! En la pérfida Albión, Carlos se ocupa de su herencia: los palacios, la inmensa fortuna, algún corgi despistado y el historial delictivo de Andresito, el favorito de mamá. Al principito, según parece, le gustaban las chavalas y detestaba el consentimiento, así que acabó compadreando con Jeffry Epstein, porque Dios los cría y ellos se juntan.La historia es bien conocida: en 2019, Virginia Giuffre aseguró que, teniendo ella diecisiete años, el hijísimo la había —entre otras lindezas— agredido sexualmente. El asunto se dirimió tres años más tarde en un acuerdo extrajudicial, mecanismo muy favorito de los ricos diseñado para parar escándalos intercambiando sacos de billetes por un acuerdo de confidencialidad. A partir de ahí, el lento declive. La reina lo eximió de los oficios reales (inaugurar pipicanes, saludar a los veteranos y esas otras labores importantísimas desempeñadas por la nobleza) y le retiró la quincalla militar que con tanto esfuerzo se había ganado aquella tarde en que lo ascendieron de recluta a mariscal de campo en solemnísimo acto. Enfriado el cadáver de madre, las sospechas prevalecen, así que su hermano mayor se ha pasado mermándole los títulos. Primero, el de duque; después el de príncipe, que lo tiene por nacimiento y no parece que lo hayan abortado: si ni ellos se toman en serio sus propias normas, entenderán que los demás nos choteemos.Para colmo de severidades, al fulano lo han desahuciado del palacete de treinta habitaciones en el que (humildemente) moraba. ¿El alquiler? Una libra al año. Luego dirán que las regulaciones del mercado no funcionan. Ahora, el ciudadano Andrés Mountbatten Windsor tendrá que mudarse a otro apartamento. Lo costeará su majestad, miren que el mozo ha llegado a la edad de jubilación sin oficio ni beneficio.«Mi hijo me dio la espalda por deber», parece haber escrito don Juan Carlos en su libro de memorias. El deber, se entiende, hacia la propia nómina. Estos días, el emérito anda de promoción literaria, y los periódicos extranjeros (¡patriota!, ¡borbón!) se llevan la mejor parte. Las lindezas que nos llegan como adelanto son de lo más jugosas. El señor de las comisiones y los regalos multimillonarios se queja de no tener pensión, de que Sofía no lo vaya a visitar (es un campeón) y de no haber gozado de la libertad que nos «dio» a los españoles. El fulano más impune del occidente, ¡pobre!, nunca pudo hacer lo que quiso. ¿Cepillarse vedettes? Obligado. ¿Las dádivas saudíes? Contra su voluntad. ¿Fusilar elefantes en Botsuana? En el estricto cumplimiento de sus obligaciones.Por si no fuese suficiente, el monarca declara que Franco le caía estupendamente y que jamás permitió que nadie hablase mal de él en su presencia. Va a resultar que el timonel de la Transición fue exactamente como nos lo imaginamos. «Estoy resignado, herido por un sentimiento de abandono», pucherea su majestad. Quisiera volver a España, dice, pero ni su hijo ni el pérfido gobierno bolchevique se lo permiten. ¡Qué ingratos!Intuyo que, en un santiamén, cortesanos de ambos lados del canal de la Mancha empezarán con la matraca de que el monarca reinante no es ni como su familia ni como sus antecesores, de modo que pecadillos pasados, pelillos a la mar y viva mi dueño, que este sí que es bueno de verdad, virgen extra, prensado en frío y de cosecha temprana. En lo que a instituciones hereditarias se refiere, uno diría que el último fruto es tan bueno como el árbol del que cuelga. Y si hacemos caso a don Juan Carlos («si fui rey fue gracias a él»), Felipe viene del mismo tronco que el tío Paco.