Sobre el cansancio, la vida y la muerte no 'hallowiniana'

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Al principio no me importaba. Bueno sí. Ser considerada trabajadora tenía sus ventajas. Pero prefería que me consideraran inteligente, aunque floja. Autoestima. Ego. No sé. Aprendí a estudiar de mayor. De niña tenía facultades. Algunos maestros se dieron cuenta de ello. Mi padre lo supo. Sería profesora. Lo había dicho Herr Klages, el maestro del pueblo. Salvada. En los momentos de zozobra, ahí estaba el maestro alemán hablando por boca de mi padre. Destino. Estaba escrito. De adolescente solo me interesaban la literatura y los chicos. También el cine y dibujar. Salvada de nuevo. No me sentía especial, bueno algo porque ni era de aquí ni de allí, prefería leer a salir, escribir a salir. Pero salía. Incertidumbre. Sueños, claro. Dinero, ninguno. Apoyos, menos. La belleza. Estaba cansada de no poder soñar con irme a estudiar filosofía a Sevilla como el resto de mis amigas, cansada de sentirme nuclearmente sola, incomprendida. De no tener un duro, de no poder comprarme la ropa que me gustaba. De tener que ser la segunda. Durante años acepté ese papel. Entonces no había Zaras ni Mangos. La moda aún no estaba democratizada. Me cosía una modista en el cuartel de la guardia civil de mi pueblo. Un equipito para el verano y otro para el invierno. Y lo que podía comprarme mi madre en la tienda de Aspirina.     Hace tiempo que hablamos del tema pero le tienen que dar un premio a un filósofo surcoreano afincado en Alemania (no sé tiene nacionalidad alemana) para que todo el mundo hable del cansancio, de La sociedad del cansancio, su obra magna. Bueno, en realidad se lleva hablando de él desde hace años porque es guapo, toca el piano, cuida su jardín y escribe libros sobre temas que nos afectan a todos, embaucados por la idea de productividad y trabajo, olvidando que ya Aristóteles afirmaba que debíamos vivir para el ocio y no para el negocio. Pero Byung Chul Han hace bien en escribir como lo hace. Retomaré mi alemán por si un día vuelvo a Berlín y voy a escucharlo en alguna de sus charlas. Prometo hacerme una foto con él e invitarlo a Cádiz. Como venga al sur del Sur, ya no vuelve a Berlín. Seguro.Claro que también el ocio nos esclaviza con interminables jornadas de actividades culturales y sociales que nos dejan exhaustos. Se trata de una carrera de fondo pero también de forma. La muerte no se agazapa. Disimulamos. Está ahí, arrojada a nuestros pies, es descarada y aparece en todas partes, incluso en las páginas sociales. No tiene un perfil en ellas pero ni falta que le hace. Cada vez que abres Facebook, aparece una nueva necrológica. Mueren artistas, políticos, militares, escritores, actores, reinas, duques y un largo etcétera de personajes de carne y hueso que abandonan este mundo dejando atrás fama, prestigio, dinero, casoplones, castillos y chozas. Y huesos o cenizas. Depende.Pero nos seguimos extrañando porque vivimos, de cara a la galería, de espaldas al temor universal de que algún día ya no estaremos. Pero no en nuestro fuero interno. Es cierto que cuando la muerte está, ya no estamos nosotros. No hay que preocuparse. Epicuro. Y silenciar lo que los jóvenes piensan de cumplir años, angelitos, aterrados de llegar los treinta o los cuarenta, y no digo nada de los cincuenta, cuando debían estar muertos de miedo de no llegar a cumplirlos. Pero es verdad que a los veinte es imposible imaginarte con patas de gallo y en una cajita de pino todo arrugadita y consumida o lustrosa y hermosa, toquemos madera, a menos que la parca haya visitado alguna vez tu casa y se haya llevado a un ser querido. Mi padre. El primero en la lista de mis pérdidas.La muerte no es Halloween. Al visitar a nuestros muertos en nuestros cementerios aceptamos la temporalidad de la existencia, abrazamos el misterio de la finitud y nos reconciliamos con los nuestros. De sangre y de memoria se hacen los afectos. Visitarlos y de camino, visitar otras tumbas y toparte con peluches y cochecitos junto a flores y retratos infantiles es un sano ejercicio de aceptación y relajo. Comprendemos de golpe y soltamos. Liberacion. No se trata de prepararse para la muerte, como diría el maestro de los maestros, sino de aceptar lo que hay y bailar con la vida, con todo lo que ella te da o te quita. No olvidar sino vivir sabiendo.Lo que nos cansa no es escuchar siempre la misma canción (ahora toca la maravillosa Rosalía), hablar de los mismos temas, ser tan distintos que resultamos iguales y repetibles, previsibles. Al fin y al cabo, como diría Jeanette, el mundo nos ha hecho así…Es otro el cansancio: el de no poder cansarte y no poder decir que estás cansado. O no poder decir que tienes miedo, que no puedes con tu vida aunque quieres, que deseas dormir días enteros, en bata y sin hacer nada sin que te respondan que no, que tú si puedes, con eso y con tres toneladas más porque tú lo vales. Mentira.  O no saber qué decir cuando es el otro quien te lo dice a ti bajo el pretexto de no quedar para tomar un café. Excusas. Cansancio selectivo.No paremos. Sigamos bailando con los zapatitos rojos hasta que reventemos. No vaya a ser que nos rebelemos ante el sistema y clamemos en las calles por la vuelta a la vida, la de verdad, no la de antes, sino a la de ahora fuera de artilugios, inteligencias extrañas y excusas baratas. Salir de verdad de nuestros envoltorios sheininianos, tirados de precio y fungibles. Tiremos los móviles laborales, exijamos la liberación de esas libertades autoimpuestas que nunca paran de imaginar adoquines bajo zapatos de charol metidos en cajas y existencias paralelas que nunca atraviesen el cristal de Alicia. Realidad. Más realidad.  Sería un buen comienzo. Dejar de estar cansados del cansancio impuesto y autoimpuesto y pensar el mundo desde la finitud.Tal vez entonces, solo entonces, dejemos de estar tan cansados, tan asustados y tan cabreados. Por ejemplo.