Los secretos de las detonaciones nucleares desde 1945, lo que vino después de Oppenheimer y el Proyecto Manhattan

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El expresidente estadounidense Donald Trump ha afirmado recientemente que Estados Unidos «volverá a realizar ensayos nucleares si es necesario», reabriendo un debate que parecía enterrado. Pero para entender la magnitud de esa declaración, hay que mirar atrás: a las más de 2.000 detonaciones nucleares que siguieron a Hiroshima y Nagasaki. Cuando se menciona el término «bomba nuclear», la mente colectiva suele viajar a los cielos de esas dos ciudades japonesas. Pero la historia atómica del siglo XX no termina allí. Si creemos que los focos se apagaron tras agosto de 1945, estaríamos muy lejos de la verdad: las potencias nucleares no dejaron de detonar, solo cambiaron el escenario y la justificación. Las naciones vencedoras de la Segunda Guerra Mundial no solo disputaron una Guerra Fría entre sí; también libraron una 'guerra caliente' contra el propio planeta y su población. Todo comenzó el 16 de julio de 1945, cuando el reloj marcaba las 5:29 de la madrugada en el desierto de Nuevo México. Aún era de noche y los científicos del Proyecto Manhattan se repartían loción solar por precaución, mientras debatían si la bomba podría incendiar la atmósfera. Entonces se detonó el dispositivo, desatando una explosión nunca vista. «Una luz de muchos soles… fue un amanecer como el mundo nunca ha visto», escribió William Laurence, periodista de 'The New York Times' presente en el lugar. El físico Kenneth Bainbridge, responsable de la prueba, fue menos poético. Ante Robert Oppenheimer pronunció una frase lapidaria: «Ahora todos somos unos hijos de puta». El destello fue tan intenso que, según informó la prensa local, una niña ciega a 160 kilómetros «lo vio». Horas después, la ceniza caía como nieve sobre los campos cercanos. Medio millón de personas vivía a menos de 250 kilómetros del lugar. Nadie fue advertido. La lluvia radiactiva no tardó en viajar. La empresa de revelado Kodak detectó rastros del material en Iowa e Indiana , a más de mil kilómetros de distancia. A los residentes les dijeron que había explotado un almacén de municiones. Así nacía la era atómica. Desde entonces, Estados Unidos realizaría 1.054 ensayos atómicos más. Muchos de ellos en zonas rurales o desérticas. Los habitantes cercanos serían conocidos como Downwinders —'los que viven a favor del viento'. Alex Wellerstein, historiador estadounidense de armas nucleares, explica a ABC que eran personas «expuestas más que la mayoría a una cantidad considerable de lluvia radiactiva movida por el viento». « A las personas de estas comunidades se les aseguró que la prueba era segura. Pero se enfrentaron en años posteriores a aumentos en las tasas de cáncer, mortalidad infantil o bebés con defectos de nacimiento», añade. Semanas después un artefacto nuclear similar caería en Hiroshima dejando un paisaje desolador. «Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían trazado dibujos… sobre la piel de las mujeres se veían las flores de sus kimonos», describía John Hersey en su libro 'Hiroshima', entre otros, a los 'hibakusha', los supervivientes de la bomba nuclear. Más allá de Hiroshima y Nagasaki, 2.010 bombas nucleares estallarían en el planeta. El 51% de ellas fueron estadounidenses . Otras fueron soviéticas. Francia concentraría sus pruebas en zonas de Argelia y el Pacífico. Y también están las realizadas por Reino Unido, India, China, Pakistán o Corea del Norte. La Unión Soviética rompió el monopolio nuclear de EE. UU. en 1949 con su primera detonación en la estepa de Kazajistán. El desierto de Nevada se convirtió en el epicentro de las pruebas estadounidenses: más de 900 detonaciones entre 1951 y 1992. Desde la cercana Cedar City, las explosiones eran visibles. La residente Claudia Peterson en una entrevista para el archivo de los Downwinders relataba su infancia allí: «En la escuela hacíamos pruebas de 'agacharse y cubrirse' y venían hombres con contadores Geiger para comprobar nuestras tiroides». Los folletos del Gobierno aseguraban que todo estaba bajo control, pero aparecieron los efectos con los años. «En la granja de mis vecinos había corderos muertos, algunos deformados», relató. La radiación contaminó los pastos y la leche. Peterson perdió familiares por leucemia y su bisnieto nació con una malformación. Wellerstein explica que «las pruebas en Nevada fueron de dispositivos de menor rendimiento, pero el tamaño de las poblaciones a favor del viento era enorme: todo el territorio continental de los Estados Unidos. Algunos lo han llamado un acto de Estados Unidos bombardeándose a sí mismo». Paradójicamente, esas pruebas se convirtieron en una atracción pública. En 1953, la detonación Annie fue televisada. Se construyeron casas y maniquíes para mostrar cómo una bomba de 16 kilotones arrasaba un barrio. En Las Vegas, los hoteles ofrecían cócteles y asientos en las azoteas para ver las explosiones. Las huellas de esas pruebas aún son visibles. En Yucca Flat, dentro del Sitio de Pruebas de Nevada, se formó el mayor cráter artificial del planeta. En el sitio de pruebas de Yucca Flat, la huella es visible aún hoy. En 1962, la prueba Sedan, siete veces más potente que Hiroshima, — desplazó 12 millones de toneladas de tierra, dejando un cráter de casi 400 metros de ancho y 100 de profundidad. Pero como aclara Wellerstein, las detonaciones en el Pacífico fueron mucho más potentes. Y también fueron muy contaminantes para las islas de la zona. «Estados Unidos tenía el deber de protegerlas tras la Segunda Guerra Mundial, pero no estuvo a la altura», recuerda Wellerstein. En 1952, la bomba de hidrógeno Ivy Mike —de 10 megatones— borró del mapa la isla de Elugelab. El físico Harold Agnew testigo de la detonación diría: «Algo que nunca olvidaré fue el calor… seguía llegando, una y otra vez. Fue una experiencia realmente aterradora». Dos años después, la prueba Castillo Bravo alcanzó 15 megatones, tres veces más de lo previsto. La Atomic Heritage Foundation la calificó como «el peor desastre radiológico de la historia de Estados Unidos». La contaminación se extendió por 18.000 kilómetros cuadrados y afectó a pescadores japoneses y a cientos de habitantes de atolones vecinos. Lijon Eknilang, que tenía ocho años cuando vio el destello, contaba a la BBC que «el agua cambió de color, pero la bebimos igual». Años después, sufriría siete abortos y cáncer. Vídeo desclasificado de una de las pruebas en el Pacífico En el atolón de Enewetak, EE. UU. construyó una cúpula de hormigón conocida como 'la tumba¡ para almacenar residuos radiactivos. Más de 4.000 militares participaron en la limpieza sin saber que manipulaban material peligroso. Mientras tanto, la Unión Soviética realizaba más de 500 pruebas en el polígono de Semipalatinsk, en Kazajistán . Las más de 500 detonaciones en la superficie y bajo tierra se hicieron sin avisar a la población . El doctor Boris Gusev elaboró informes secretos sobre los efectos. «Los residentes fueron usados como conejillos de Indias», admitió más tarde en el documental 'Hijos de la guerra atómica'. La culminación de ese poder llegaría en 1961 con la bomba Tsar, tres mil veces más potente que Hiroshima . Su onda sísmica dio tres veces la vuelta al planeta. «Irónicamente fue una de las armas más limpias jamás detonadas», aclara Wellerstein, ya que el 97% de su energía provenía de la fusión nuclear, menos proclive a generar lluvia radiactiva. En 1963, John F. Kennedy firmó una moratoria de pruebas atmosféricas. Pero continuaron las detonaciones subterráneas : 828 solo en EE.UU. En 1970, la prueba Baneberry abrió una fisura que liberó polvo radiactivo sobre Nevada y California. «Llevar las pruebas al subsuelo redujo drásticamente la exposición», explica Wellerstein, «pero la geología y la presión de las bombas a veces no cooperaban». En 1971, la prueba Cannikin en Alaska, fue 300 veces más potente que Hiroshima. Se temía que desencadenara un tsunami , sin embargo la Comisión de Energía Atómica obvió la advertencia, aunque en privado admitió que «no se podían descartar los peores efectos imaginables ». China se unió al club nuclear en 1964, con su primera detonación en Lop Nor. Décadas más tarde lo haría Corea del Norte. La última prueba nuclear estadounidense se realizó en 1992. El historiador Wellerstein señala que muchos de esos ensayos se realizaron en territorios coloniales o marginados, cuyos habitantes sufren aún las consecuencias. Algunos lugares siguen siendo inhabitables. El estratega Bernard Brodie lo resumió en 1959: «Las armas nucleares deben estar siempre listas, pero nunca se deben utilizar». Sin embargo, la historia de las pruebas revela —dice Wellerstein— «una fe equivocada en la capacidad de controlar eventos a gran escala» y «una carrera armamentista que solo anima a los enemigos a hacer lo mismo». No en vano, en 1947, los científicos del Proyecto Manhattan crearon el Reloj del Juicio Final, un símbolo para medir qué tan cerca está la humanidad de su autodestrucción. Setenta y ocho años después, su manecilla sigue avanzando. Si las palabras de Trump se materializan, quizá vuelva a moverse un poco más cerca de la medianoche.