Mientras todos seguimos completamente obsesionados con la inteligencia artificial, todo parece indicar que nos estamos perdiendo una verdadera disrupción tecnológica que podría estar ocurriendo en un ámbito mucho más silencioso: el de las baterías. Que aunque no generen debates éticos ni titulares apocalípticos, si podrían traernos una revolución en la forma de almacenar energía, en la digitalización y en la transición ecológica. Durante décadas, y a pesar de su brutal descenso en costes y de la constante mejora de su eficiencia, las baterías fueron consideradas por muchos el punto débil de la innovación. Desde los primeros ordenadores portátiles hasta los vehículos eléctricos, todo dependía de cómo almacenar energía de manera densa, barata y estable. Y de repente, en los últimos dos años, algo parece estar cambiando: investigadores del KTH Royal Institute of Technology y de la Chalmers University of Technology han desarrollado una batería flexible del grosor de una tarjeta de crédito, capaz de alimentar dispositivos portátiles con materiales reciclables, y sin litio. En Japón, Toyota presentó su hoja de ruta definitiva para baterías de estado sólido, que promete autonomías dobles y cargas en diez minutos. En China, CATL presentó una celda de ion sodio con una densidad energética que rivaliza con la del litio, pero a una fracción de su coste. Y el pasado abril de 2025, Reuters confirmó que Stellantis había validado las celdas de estado sólido de Factorial Energy, y que estaba preparando ya su incorporación a flotas de prueba comerciales. Estos avances podrían ser suficientes como para redefinir industrias enteras. Los vehículos eléctricos pasarían de ser promesa a norma, los dispositivos portátiles serían casi autónomos, y la aviación eléctrica dejaría de ser simplemente un experimento. Pero la verdadera importancia no está solo en la tecnología, sino en quién controla esa tecnología. La geopolítica del siglo XXI, que durante años se jugó entre el petróleo y los microchips, pronto podría girar alrededor de las baterías. Europa intenta no repetir el error de depender tecnológicamente de otros. La European Battery Alliance impulsa fábricas locales, capacidades industriales y cualificación para reducir las dependencias externas en la cadena de valor de las baterías. Aun así, hoy China domina el refinado de los minerales críticos para baterías, alrededor del 70% de los 20 minerales analizados, lo que subraya el reto europeo de reducir esa concentración en los eslabones de procesamiento y materiales activos. El problema, en efecto, no es solo industrial: es estratégico. Una economía electrificada pero carente de soberanía energética sería tan vulnerable como la economía conectada pero sin soberanía digital que ya tenemos ahora. El desafío, por tanto, no es únicamente técnico, también es medioambiental, ético y económico. Las baterías actuales dependen de recursos escasos y de cadenas extractivas que a menudo destruyen ecosistemas o explotan comunidades, y cambiar esa realidad exige innovación en materiales, pero también transparencia, trazabilidad y regulación. Si el litio es en gran medida el nuevo petróleo, estaríamos corriendo el riesgo de repetir sus mismos errores, concentración, especulación y colonialismo tecnológico, aunque todo parece indicar que, en la práctica, está respondiendo a que no lo habíamos buscado suficiente. Y en cualquier caso, siempre es mejor depender de más materiales y tener más grados de libertad para los desarrollos tecnológicos del futuro. Por eso, lo que está en juego no es solo un salto en autonomía o densidad energética, sino una redefinición de la infraestructura invisible sobre la que se construye nuestra civilización. Si conseguimos baterías más limpias, seguras y accesibles, todo lo demás, desde el transporte a los dispositivos, pasando por las comunicaciones o la vivienda, se irá reorganizando. Y posiblemente podríamos romper la dinámica del Piroceno, y empezar a dejar de quemar el pasado para alimentar el presente. Las baterías, con la excepción de los que todavía creen que son un supuesto desastre ecológico y que se equivocan completamente, no generan las discusiones morales de la inteligencia artificial ni la fascinación mediática y viral de los grandes modelos, pero representan algo mucho más tangible: la posibilidad de construir un futuro sostenible desde los cimientos físicos de la tecnología. Si el siglo XX fue el de la electricidad, el XXI va a ser el del almacenamiento. Y cuando miremos atrás, tal vez descubramos que mientras todo el mundo hablaba de algoritmos, la verdadera revolución estaba ocurriendo en silencio, dentro de una batería.