Ahora que suenan tambores de primarias y los partidos calientan motores para las próximas citas electorales, una no puede evitar cierta sensación de bochorno. Los mismos rostros, las mismas consignas y la misma coreografía de siempre. Con conocimiento de causa, me apena ver que los partidos han convertido la política en una feria de vanidades, donde el interés común es apenas un decorado y la inteligencia del votante un obstáculo molesto. Basta escuchar sus mensajes para entender que nos toman por idiotas: frases vacías, consignas prefabricadas y una colección de tópicos que harían sonrojar a cualquier estudiante de primero de retórica.El problema, claro, es que la retórica ha muerto. Los políticos ya no saben hablar, ni convencer, ni emocionar. Delegan la tarea en sus gabinetes de prensa, esos ejércitos de asesores que redactan frases huecas con la misma pasión con la que se redacta un folleto de supermercado. Nadie se atreve a pensar por sí mismo, no sea que el pensamiento desentone con la línea del partido.En los últimos años, hemos asistido a un retroceso obsceno en el liderazgo. Ya no hay estadistas, ni tribunos, ni siquiera gestores dignos. Solo hay burócratas con traje, obedientes al dedillo, incapaces de levantar un discurso que dure más de treinta segundos sin apoyarse en el teleprompter. Y mientras tanto, los problemas reales —el paro, la vivienda, el encarecimiento del nivel de vida— siguen ahí, creciendo como una marea que amenaza con tragarse a medio país.[articles:343171]No se habla de ideas. No se debate sobre modelos de sociedad, ni sobre cómo rescatar la esperanza de los jóvenes o aliviar la angustia de las familias que no llegan a fin de mes. Se habla de encuestas, de pactos, de sillones. La política se ha convertido en un empleo de oficina: de ocho a tres, con café a media mañana y una legión de asesores que acompañan al líder como si fuera un torero camino de la plaza.Y mientras los partidos se miran el ombligo, crece el desencanto. La gente se aleja de las urnas y, en ese vacío, prosperan los discursos fáciles, los populismos, las derechas que ofrecen certezas simples en tiempos complejos. Porque cuando la política se queda sin alma, siempre hay alguien dispuesto a ocupar su cadáver.La desafección no es casualidad: es el resultado de años de mediocridad, de impostura, de desprecio por la inteligencia del ciudadano. Y si no lo entienden pronto, si no recuperan el coraje de las ideas y el respeto por quienes les votan, acabarán descubriendo —demasiado tarde— que el pueblo, cuando se cansa, no avisa: simplemente deja de escuchar. Y ese silencio, créanme, es el más demoledor de todos los votos.