La responsabilidad moral en la maquinaria de guerra

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En los meses previos a su muerte en 2010, José Saramago emprendió su último proyecto narrativo: “Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas”, una novela que quedaría inconclusa pero que contiene una pregunta inquietante que desde el siglo pasado, con el aumento exponencial de la capacidad destructiva del armamento, aturde nuestras conciencias: ¿hasta qué punto participamos en sistemas militares que perpetúan el sufrimiento y la muerte mediante nuestra obediencia burocrática y nuestra pasividad consciente? En el caso del protagonista de la novela de Saramago, el conflicto moral se desencadena por dos factores (la influencia de su expareja y el descubrimiento de unos documentos) que actúan como disruptores éticos en la conciencia hasta entonces adormecida, obligándole a confrontar la distancia entre su autoimagen como hombre correcto y su participación en un sistema que causa muerte y destrucción.El conflicto planteado por Saramago ha estado presente en numerosos episodios históricos donde individuos y sociedades han enfrentado dilemas similares sobre su responsabilidad en la producción de instrumentos de violencia. El desarrollo de las armas nucleares representa quizás el ejemplo más emblemático. Albert Einstein, cuya famosa ecuación E=mc² sentó las bases teóricas para la bomba atómica, experimentó una profunda crisis moral tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Este arrepentimiento público lo llevó a convertirse en un crítico abierto del armamento nuclear y a promover el desarme global y una gobernanza internacional capaz de superar la guerra como institución. Pero también Oppenheimer, director del proyecto Manhattan, expresó su arrepentimiento y preocupación por el uso de la bomba atómica convirtiéndose en una influyente voz crítica contra la proliferación nuclear. Ambos, tras las dudas iniciales, resolvieron el dilema rechazando el empleo del arma nuclear por el mal moral, por la muerte y destrucción, que ocasionaba su uso, y en el caso de Einstein de todo tipo de armamento. Pero la decisión no está exenta de riesgos. Como el protagonista de la novela de Saramago, contable en una empresa de armamento, las personas que trabajan en la industria militar pueden descargar responsabilidad reforzando el hecho de no ser quienes utilicen la mercancía de la que participan en su producción ni decidir tampoco sobre su venta y uso posterior (la alienación en el trabajo inherente al capitalismo). Pero en la balanza también se esconden otros motivos que Saramago maneja en el dilema que se plantea el protagonista como los ingresos económicos y reconocimiento profesional, u otros como la seguridad laboral y de futuro. Por otro lado, la capacidad del sistema para normalizar lo aberrante, lo que Hannah Arendt denominó la banalidad del mal, mediante la fragmentación de responsabilidades propias de los sistemas burocráticos complejos donde cada individuo realiza tareas aparentemente inocuas —facturación, contabilidad, transporte— y cuya conexión con el daño final resulta lejana y abstracta, es utilizado por empresas y medios de comunicación para que la actividad tenga una imagen positiva. Aún más: este dilema trasciende el contexto específico de la industria armamentística para iluminar las múltiples formas de participación indirecta en sistemas de opresión o violencia que caracterizan la vida moderna. Desde nuestra indiferencia ante el sufrimiento generado por nuestros patrones de consumo hasta nuestra pasividad frente a las injusticias estructurales que benefician nuestro bienestar, todos nos encontramos, en distintos grados, en posición de ser beneficiarios o colaboradores de maquinarias que causan daño a distancia.La transformación moral en estos contextos requiere lo que podríamos denominar "disruptores éticos": elementos que rompen la burbuja cognitiva y obligan a confrontar la realidad del sufrimiento causado. Pero el impacto causado puede ser variable y, como sucede frecuentemente, no alterar lo suficiente la conciencia moral de las personas destinatarias. Los trabajadores de las fábricas de napalm durante la guerra de Vietnam eran conscientes que producían material militar, pero no siempre conocían los detalles de su uso final o su impacto humanitario concreto. SIn embargo, algo cambió con la circulación global de la fotografía de Kim Phúc —la niña de 9 años corriendo desnuda con graves quemaduras por napalm durante los bombardeos norteamericanos en Vietnam— y que actuó como punto de inflexión: aumentaron las protestas de pacifistas, estudiantes, sectores sindicales y religiosos, y las personas que trabajaban en las fábricas de napalm ya no podían ignorar el sufrimiento concreto detrás de la producción abstracta. La tensión entre el empleo estable —especialmente valioso en contextos de crisis económica— y la incomodidad moral creó dinámicas de disonancia cognitiva y gran parte de las personas que trabajan en las fábricas optó por el silencio o la justificación. Pero el rostro vulnerable, sufriente, que nos mira, pregunta y exige: “¿Por qué nos hacéis esto? ¡No me mates!”, es una niña que llora con el cuerpo quemado, ese rostro, que es el rostro de la víctima, del Otro, interpeló a la sociedad norteamericana y mundial, a la industria militar, a las personas que trabajan y colaboran en las empresas de napalm, a la humanidad.La presencia del otro se hizo patente a través de “disruptores éticos”, como los documentos históricos (la bomba saboteada) y la influencia de su exmujer en la novela de Saramago; como las imágenes de Hiroshima para los científicos nucleares; o la fotografía de Kim Phúc para los trabajadores del napalm. En todos los casos, el despertar moral implica un doloroso proceso de reconfiguración identitaria y la valentía de afrontar las consecuencias personales y profesionales del disentimiento. Siempre será el deseo de vivir de forma auténtica, por expresarlo en términos existencialistas -y especialmente en el pensamiento de Jean-Paul Sartre-, de asumir plenamente la libertad, la responsabilidad y la verdad de nuestra existencia, sin autoengaños ni excusas. Siempre estamos eligiendo, incluso al no actuar. Vivir auténticamente es asumir que somos autores de nuestra vida, de responder por lo que hacemos sin culpar a factores externos ni actuar como si no tuviéramos elección, y también es crear una vida coherente con lo que uno considera valioso. Vivir inauténticamente es mentirse a uno mismo, fingiendo no tener libertad o justificando acciones con roles sociales ("yo solo cumplo órdenes", "es mi trabajo"). La mala fe es negarse a ver la verdad de la propia libertad.Ante un dilema como el que planteamos, a saber, entre obediencia y conciencia, entre beneficio propio y responsabilidad ética, podemos preguntarnos qué condiciones permiten a algunos individuos romper con marcos normativos profundamente internalizados y si existe un umbral de conciencia a partir del cual la complicidad pasiva se vuelve moralmente insostenible; nos podemos preguntar cómo inclinar la decisión, qué disruptores éticos serían los adecuados y que pudieran utilizarse; pero la decisión final estará en cada individuo, sea la decisión que sea, porque él es el único e insustituible sujeto moral. Su respuesta, la decisión ante el dilema, no ha sido la misma en todos los casos porque el ser humano es un ser inacabado, incompleto, que va haciéndose con sus elecciones y decisiones; por tanto, diferente. Como diferente ha sido la respuesta en los ejemplos mencionados.La maquinaria de guerra tiene abierto sangrantes conflictos y un genocidio cuyas imágenes de muerte y destrucción no han podido ocultarse. Y la maquinaria de guerra prosigue su escalada en capacidad destructiva. EEUU. y la OTAN obligan a los países pertenecientes a ese club a elevar el gasto militar hasta el 5% del PIB de cada país, por lo que la industria militar tiene asegurados ingentes cantidades de beneficios. España ha triplicado su gasto en defensa entre 2015 y 2025 espoleando a la par el crecimiento del sector armamentístico. El propio Estado, a la vez que participa en empresas del sector, y el mercado europeo son los principales destinatarios del armamento producido en las empresas españolas. Pero el destino final de estas armas será difícil de saber, pues países y empresas pueden actuar como intermediarias y, también, acabar en el mercado negro. Fue aprobado por el gobierno el envío de armamento a Ucrania en la guerra que mantiene con Rusia y que, a pesar del silencio en torno a las muertes producidas, se calculan en cientos de miles entre ambos países. Más complicado es saber el destino de las armas producidas en España que podrían estar contribuyendo al genocidio palestino. Se sabe que se habría realizado la exportación de municiones a Israel por valor de 987.000 euros y que entre octubre y noviembre de 2023 y en febrero de 2024 se exportó a Israel armamento correspondiente a la categoría 8710 (carros y automóviles blindados de combate) según la información del Centre Delás. La población de todos los territorios del Estado ha mostrado su rechazo al genocidio del pueblo palestino, con cientos de miles de personas en las calles el pasado día 9. También ha habido pronunciamientos contra la contribución a la guerra de Ucrania y contra el rearme. Pero las personas que colaboran y trabajan en la industria militar están interpeladas por las decenas de miles de muertes producidas en fábricas españolas. El Tratado sobre el Comercio de Armas prohíbe la exportación de armamento cuando podría utilizarse para cometer genocidio, crímenes de lesa humanidad, ataques dirigidos contra bienes de carácter civil o personas civiles, así como otros crímenes de guerra (art. 6.3). El Gobierno español podría haber revocado o suspendido contratos y no autorizar otros, ni a Israel ni a cualquier otro país en guerra (no sólo Ucrania). La respuesta evasiva nos coloca, coloca a las personas que intervienen indirectamente, colaboran o trabajan en las empresas del sector armamentístico en la disyuntiva entre seguir justificándose con obediencias burocráticas o asumir la responsabilidad ética de expresar el malestar, de la protesta y la insubordinación. Más aún cuando desde los sindicatos, las organizaciones de solidaridad con el pueblo palestino y los colectivos pacifistas, se están haciendo llamamientos a la huelga, a las movilizaciones. Recordemos las palabras de Sartre: estamos condenados a ser libres, y cada elección que hacemos —incluso la de no elegir— está definiendo no solo quiénes somos, sino el mundo que consideramos posible y deseable.