Los últimos artesanos de la sombrerería resisten en Sevilla, la que fue capital mundial del sombrero

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"Actualmente hay muchos decoradores, gente que hace tocados y gente que adorna que se llama a sí misma sombrerera, que coge una base y le añade complementos que compra en el Shein, pero lo cierto es que profesionales de la alta sombrerería en el sentido que puede dársele en París hay muy poquitos ya en Sevilla y yo diría que incluso en Andalucía”, asegura rotundo, con su dosis justa de indignación, Agustín Roiz, uno de esos poquitos sombrereros de veras en cuyas piezas no hay absolutamente nada que no haya diseñado y hecho él mismo con sus propias manos.En su tienda y taller de la céntrica calle Amparo, el renombrado Roiz se afana en cortar hojitas de caprichosas dimensiones de tela engomada que previamente ha teñido de azul, verde oliva o rosa; en sobrehilar un conformador de alambre que irá dentro de una diadema igualmente forrada y con cristales de Swarovski; en forrar con plumas de faisán una pamela que también se ornamenta con los raquis de otras aves remotas artísticamente manipuladas, onduladas, pintadas y talladas; en recortar como una ola de mar el ala de rafia de una pamela negra cuyos pájaros imposibles no solo han salido de su imaginación desbordante sino también de sus decenas de horas entretejiendo fibras vegetales con la paciencia de un chino medieval.Agustín Roiz, de los pocos profesionales de la alta sombrería que siguen resistiendo en Sevilla a base de pasión.   MANU GARCÍAEn la sombrerería Roiz, que se presenta con el elocuente lema de Donde cada sombrero cuenta una historia, trabajan mano a mano el propio Agustín Roiz y David Jaro. "Mientras él conforma la copa del sombrero, yo voy haciendo los adornos, o mientras yo tiño las telas, él va cosiendo, nos entendemos perfectamente", asegura el primero, que lleva en el oficio, después de abandonar Bellas Artes "por aburrimiento", desde principios de este siglo.Primero aterrizó en Huelva, y luego se instaló en Sevilla, donde permanece como una auténtica referencia en un sector que se ha ido mecanizando a pasos agigantados después de descafeinar la esencia del oficio por las mil y una posibilidades que ofrece el mercado del ocio artesanal. "Aquí cada sombrero se realiza íntegramente a mano, sin máquinas ni procesos industriales”, señala Roiz, que se acuerda de otras profesionales andaluzas que llevan a gala el título de sombrereras, como Eugenia Jiménez, en El Viso del Alcor, o Raquel Cerezo, en Andújar (Jaén).Roiz, con una de sus pamelas de creación propia dede la raíz.   MANU GARCÍAUn oficio en la sombraEn la penumbra que conforman la hipotenusa de las grandes pasarelas de moda y los catetos de una cierta élite engordada por el arribismo de que dinero puede tener hoy cualquiera; bajo la sombra de ciertos diseñadores de indudable prestigio, como Vitorio y Lucchino, Antonio García, José Hidalgo, Carmen Maza o Ana Herrera de Tejada, entre otros, habitan los últimos sombrereros puramente artesanales y de prestigio en esta Sevilla que conoció los primeros vapores de la industrialización ya bien comenzado el siglo XIX gracias al negocio de los sombreros, tan de moda en aquella época.Patricia Buffuna, en plena manipulación de la copa de un sombrero de piel de conejo.   MANU GARCÍA"Los sombrereros nos dedicamos a todo lo que presenta una copa y un ala, aunque la copa sea muy pequeña y el ala, como mande la imaginación", sostiene una de las sombrereras más prestigiosas de la ciudad, Patricia Buffuna, que mantiene su caótico taller —el caos es a veces el disimulado orden de los creadores natos— en la calle Aceituno, más allá de la Plaza del Pelícano.Patricia es una mujer entregada a su causa que ha pasado por varias localizaciones, como la calle Don Alonso El Sabio, hasta hacerse por fin con este local que comparte con su marido, Antonio Bosch, también profesional del sector y colaborador necesario en este oficio que no entiende de horarios. "Nosotros es que llevamos mucho trabajado, mucho”, recuerda Patricia mientras se doma el flequillo y se sacude imágenes de su honda memoria. “Yo me he levantado en plena madrugada", alterna su marido, "y me la he encontrado muchas veces cosiendo, adelantando trabajos, porque no solo es buena en su oficio, sino muy responsable".Ella, humilde por naturaleza, traduce sus buenas prácticas en la desgracia de dominar todos los quehaceres de un sombrerero de verdad, y sonríe, más allá de la magia que pueda connotarnos el personaje de Alicia en el país de las maravillas. La sombrerera Patricia diseña, dibuja, aboceta, corta, pega, cose, tiñe, plancha, pliega, prueba y sueña, y no para hasta que su obra se ha convertido en una realidad en la cabeza del cliente.La prestigiosa sombrerera Patricia Buffuna, la última mohicana de este oficio tradicional en la capital hispalense.    MANU GARCÍAO de la clienta, porque la mayoría de quienes vienen en busca de Patricia Buffuna para que les haga un sombrero o un tocado personalizado, más allá de diseñadores de primera fila como Teresa Baena, José Luis Zambonino o Manolo Obando, entre tantos otros, son invitadas a bodas que, como sostiene el compañero de profesión Roiz, no pueden permitirse el deslucimiento de ir con un modelo de alta costura y llevar un sombrero de pastiche. Una distinguida y también discreta clienta que ha frecuentado el taller de Buffuna en más de una ocasión es Manuela Villena, la esposa del presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno.Cuesta que Patricia lo reconozca porque ella misma es la discreción en persona, de modo que se limita a sonreír y a no negarlo mientras busca sus gafas en ese ecosistema de colores y texturas que conforman las mesas de su taller, pobladas de trozos de fieltro, de piel de conejo o castor, de lana, o de rafia, materiales de origen vegetal como el sisal, el bambú o la palma, cuyos pliegos enormes proceden del otro extremo del mundo y llegan jerarquizados en calidad y precio que la experimentada Patricia aprecia de un solo vistazo o con las yemas de los dedos.La autora de los sombreros de la serie 'La Peste'A Patricia le parece mentira, tantos años después, que aquel curso casual de sombrerería al que se apuntó hace tanto, cuando se marchó a Londres aprovechando el dominio del idioma –su madre fue la histórica librera americana asentada en el barrio de Santa Cruz Rebecca Buffuna- y sus ganas de tomarse unos meses sabáticos en sus estudios de Historia, le cambiara realmente la vida. Apasionada de la moda, la joven Patricia se había marchado a Inglaterra movida más bien por su afición al baile.De hecho trabajó, danzando, en el Centro Andaluz de Teatro y en diversas compañías, pero al final la atrapó casi inconscientemente el arte (o la artesanía) de la sombrerería y no tardó en dedicarse a ello en cuerpo y alma. Buffuna ha realizado piezas para Ascot, el evento donde se citan los mejores sombreros del mundo y, más recientemente, la buscó el premiado cineasta sevillano Alberto Rodríguez para que le hiciera los sombreros del vestuario de su serie La Peste. Los precios de sus sombreros, como los de otros compañeros, como en botica: hay gorras de 50 euros y maravillosas creaciones por muchos miles de euros. Pero, en medio, abundan los tocados y las pamelas con destino intermedio en las bodas que pueden rondar los 300 euros.Detalle del taller de Patricia Buffuna, con hormas de madera en primer plano.   MANU GARCÍAViéndola tan encorvada, tan concentrada, tan perdida en su mundo de acericos, planchas vaporosas, recortes de materiales, patrones, tijeras y hormas de madera, se llega a comprender que ella misma se olvide de sus méritos laborales. Esas hormas que dan forma a la copa de sombreros para diversas medidas la acompañan como pequeñas mascotas inertes en las estanterías de las que vive rodeada. Recuerda con especial cariño que muchas de ellas se las hizo el americano Sean McLinn, un profesional de la madera bregado en las tramoyas de Hollywood.Porque la variedad de sombreros y tocados que factura Patricia es tan diversa -aunque siempre dentro de un estilo contenido que a Roiz le hace pensar en ella “no como alguien de la competencia, sino como una compañera”-, que “siempre es una responsabilidad enorme estar a la altura de una clientela sumamente exigente”, reconoce ella, habituada a que sus sombreros, tocados y pamelas terminen superando las expectativas de una clientela que viene pidiendo exclusividad y también creatividad, pues los suyos nos son sombreros precisamente clásicos como los que Manuel Padilla Crespo empezó a manufacturar hace casi un siglo, como revela su lucida tienda de la calle Adriano, en el lateral de la plaza de toros de La Maestranza. Una de las creaciones del sombrerero Agustín Roiz, en Sevilla.    MANU GARCÍADesde el principio fue SevillaMás allá de los remotísimos orígenes que podamos rastrear para el sombrero desde el antiguo Egipto como prenda usada por hombres y mujeres para protegerse de las inclemencias meteorológicas, lo cierto es que el sombrero servirá más pronto que tarde para remarcar las diferencias sociales, y desde finales de la Edad Media se documento su uso como simple adorno. Habrá que esperar al ilustrado siglo XVIII, y en Londres, para que surja el sombrero de copa o chistera. Llegado el siglo XIX, el sombrero –el bombín, el sombrero de paja o el flexible de fieltro, más de vestir- se había extendido por más de medio mundo, y ahí era ya precisamente Sevilla –con la máquina de vapor incorporada desde 1837- el epicentro de una industria textil que no había hecho sino arrancar más vistosamente en Cataluña.Desde la calle Heliotropo se advierte aún La Fábrica con su chimenea de 40 metros de altura, en el corazón de la ciudad.    MANU GARCÍA Todavía hoy se alza, firme y memoriosa, la chimenea de la antigua fábrica de sombreros que crearon dos Antonios en pleno corazón de la capital hispalense: Antonio Fernández Caro y Antonio Roche Verdugo. Juntos, y en 1885, montaron un taller de sombreros en una rúa que todavía conserva su estrechez y su nombre: la calle Maravillas, aunque no tardaron en ampliar las instalaciones –hasta 4.000 metros cuadrados- con salidas a la calle Castellar y Heliotropo.La mayoría de sus 600 obreros y obreras —el desdoble de género no es gratuito, pues abundaban las mujeres— eran vecinos de la fábrica y se afanaron desde aquella época tan productiva en todo tipo de sombreros y mascotas, de estilo inglés o italiano, principalmente. El taller devino en fábrica tras el encargo que sus dueños le hicieron, al estallar la Primera Guerra Mundial, al arquitecto regionalista sevillano José Espiau y Muñoz, de los más prolíficos sin duda en la época de Aníbal González.SinsombrerismoLa empresa sombrerera no tardó en incorporarse al mercado internacional con exportaciones a Turquía y a toda Hispanoamérica. No en vano, en la Exposición Iberoamericana de 1929, Fernández y Roche no solo contó con un pabellón propio, sino que incluso recibió un premio extraordinario, sin sospechar entonces que se cernía sobre el futuro inmediato del sector esa tendencia del sinsombrerismo.En ella no solo influyó el hecho de que Eduardo VIII, duque de Winsor e icono de la moda entonces, dejara de usarlo, o la proliferación de automóviles que hacían incómodo el uso de esta prenda en la cabeza, o incluso las crisis concatenadas por las dos guerras mundiales y la civil española, sino incluso, como han llegado a apuntar algunos agudos estudiosos del tema, la generalización de la cesárea en los partos a partir de mediados del siglo XX, cuando empezaron a generalizarse igualmente la anestesia, la asepsia, la sutura interina y hasta los antibióticos, todo lo cual supuso que ya empezasen a sobrevivir todos los niños que hasta entonces morían por culpa del mayor diámetro de sus cabezas… y que luego, de mayores, tal vez no se veían tan agraciados con un sombrero.El fenómeno del sinsombrerismo fue tan acuciante que incluso toda esa pléyade de mujeres poetas y artistas que parecieron no conquistar los libros de texto tras el éxito de la Generación del 27 fueron etiquetadas, ya en el siglo XXI, con el nombre de Las Sinsombrero porque, en un acto simbólico pero empapado de rebeldía, las pintoras Maruja Mallo y Margarita Manso arrojaron bien lejos sus sombreros para desafiar las normas sociales y destacar un rol tan intelectual que el de sus compañeros los hombres, que ya habían empezado a privarse de los tradicionales sombreros.El caso es que el sinsombrerismo provocó, naturalmente, el hundimiento paulatino del sector, hasta el punto de que la sevillana Fernández y Roche no tuvo más remedio que fusionarse con tres empresas españolas más para que cada cual se dedicara a una labor del proceso completo: la también sevillana Sucesores de Carmelo López Palarea; la granadina Industria Sombrerera; y hasta la catalana Hijos de Jorge Graells Llansana. En 1954, con todo, el domicilio social de la empresa, que ya no era exclusivamente sevillana, se trasladó a la calle Castellar, y en el año 2005 trasladó toda su actividad al polígono industrial Los Llanos, en la localidad aljarafeña de Salteras, donde Fernández y Roche continúa produciendo sombreros a gran escala, nada menos que 100.000 al año, pues surte no solo a la comunidad judía de nuestro país, sino para la de Nueva York, que es numerosa y que, además, no paga aranceles ni en esta época de Donald Trump por un histórico acuerdo que considera el típico sombrero de los judíos ortodoxos un objeto religioso.La empresa de Salteras, por lo tanto, se ha convertido en un referente mundial en la fabricación en cadena de estos sombreros negros para la comunidad jasídica, y esa condición la ha salvado, de momento, de los crueles tarifazos del presidente estadounidense Trump. Por otro lado, también surte de sombreros a militares, compañías aéreas de Francia o Japón y hasta a la aristocracia británica.La Fábrica, la antigua fábrica de sombreros Fernández y Roche, acoge hoy en día decenas de propuestas y talleres culturales.    MANU GARCÍAUn dato para cinéfilos: de esta fábrica de Salteras salió el célebre sombrero de Harrison Ford en su papel de Indiana Jones para la cuarta entrega de la saga, El reino de la Calavera de Cristal. El sombrero del arqueólogo más famoso de la gran pantalla se paseó a continuación por las pasarelas de medio mundo.Comuna artísticaActualmente, el edificio de José Espiau y Muñoz, con su chimenea de ladrillo y 40 metros de altura como testigo mudo de lo que supuso el trasiego sombrerero e inserto entre las calles Maravilla, Castellar y Heliotropo, en pleno corazón del casco antiguo sevillano, se ha convertido en un centro cultural de lo más variopinto, con gente de edad muy dispar, con clases de yoga, dramatización, baile, actuaciones musicales y presentaciones de libros. Lo llaman La Fábrica, sin más, y muchos de quienes lo frecuentan ni siquiera saben que era fábrica de sombreros.   El Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico (IAPH) reconoció este edificio como “un testigo indispensable de la primitiva industria artesanal semimecanizada de principios del siglo XX y un ejemplo patrimonial de alto valor”.