(ZENIT Noticias – OMPress / Ciudad del Vaticano, 10.10.2025).- El Papa León XIV firmaba el 4 de octubre, festividad de San Francisco de Asís, la Exhortación Apostólica “Dilexi Te” (Te he amado), que se publicó el jueves 9 de octubre. Completó la obra que ya había comenzado en sus últimos meses de vida el Papa Francisco, recordando que la cuestión de los pobres nos remite a la esencia de nuestra fe. Un documento de 121 párrafos, articulado en cinco capítulos, en el que se repite lo que ya pasó con la Exhortación Apostólica “Lumen Fidei”, cuyo borrador había iniciado el Papa Benedicto XVI, y que concluyó el Papa Francisco. Hermoso signo de la continuidad que recorre la obra de los Sucesores de Pedro.Esto lo recuerda en sus primeras líneas la nueva exhortación: “En continuidad con la encíclica Dilexit nos, el Papa Francisco estaba preparando, en los últimos meses de su vida, una exhortación apostólica sobre el cuidado de la Iglesia por los pobres y con los pobres”. El Papa León XIV lo ha hecho suyo “compartiendo el deseo de mi amado predecesor de que todos los cristianos puedan percibir la fuerte conexión que existe entre el amor de Cristo y su llamada a acercarnos a los pobres”.El primer capítulo de la exhortación “Dilexi Te”, “Algunas palabras indispensables” es una introducción que encuadra ese acercamiento y predilección por los pobres que debe ser parte esencial de la vida del cristiano y de la Iglesia. Por eso recuerda que “no estamos en el horizonte de la beneficencia, sino de la Revelación; el contacto con quien no tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos”. Figura esencial en la historia de la Iglesia de este encuentro es, sin duda, San Francisco de Asís, porque “el impulso que provocó no cesa de movilizar el ánimo de los creyentes y de muchos no creyentes, y ha cambiado la historia”. Y es que “la condición de los pobres representa un grito que, en la historia de la humanidad, interpela constantemente nuestra vida, nuestras sociedades, los sistemas políticos y económicos, y especialmente a la Iglesia. En el rostro herido de los pobres encontramos impreso el sufrimiento de los inocentes y, por tanto, el mismo sufrimiento de Cristo”. Es un hecho que cada día mueren personas por causas vinculadas a la pobreza extrema, y también es un hecho que acercarse a los pobres requiere un cambio de mentalidad que no ponga la acumulación de riqueza y el éxito social sobre todo. Así que “no es posible olvidar a los pobres si no queremos salir fuera de la corriente viva de la Iglesia que brota del Evangelio y fecunda todo momento histórico”.El capítulo segundo, “Dios opta por los pobres”, recuerda que Cristo mismo, para compartir los límites y las fragilidades de nuestra naturaleza humana, “Él mismo se hizo pobre, nació en carne como nosotros, lo hemos conocido en la pequeñez de un niño colocado en un pesebre y en la extrema humillación de la cruz, allí compartió nuestra pobreza radical, que es la muerte”. Un Mesías pobre, cuya pobreza incidió en cada aspecto de su vida. Realizó “el oficio de artesano o carpintero, téktōn. Se trata de una categoría de personas que vivían de su trabajo manual. Además, al no poseer tierras, eran considerados inferiores respecto a los campesinos”. En su presentación en el Templo, José y María ofrecieron una pareja de tórtolas o de pichones la ofrenda de los pobres. Y Cristo mismo recordó que no tenía dónde reclinar la cabeza. Su predicación dejaba claro en innegable primado de Dios del que el amor al prójimo representa la prueba tangible, como refleja la parábola del juicio final. “En la primera comunidad cristiana el programa de caridad no derivaba de análisis o de proyectos, sino directamente del ejemplo de Jesús, de las mismas palabras del Evangelio”, señala el Papa en la exhortación. El compartir los bienes se encuentra así en la vida cotidiana y en el estilo de la primera comunidad cristiana, en la primera Iglesia.En el capítulo tercero, “Una Iglesia para los pobres”, se señala la continuidad con la primera comunidad cristiana que ha marcado la historia de la Iglesia. El mostrar a los pobres como la riqueza de la Iglesia, que hizo el Papa Sixto II, al ser obligado por las autoridades romanas a entregar los tesoros de la Iglesia, y los numerosas y las contantes referencias de los Padres de la Iglesia muestran que “la caridad no es una vía opcional, sino el criterio del verdadero culto”. El Papa León XIV, en su línea de volver a la inmensa riqueza del pensamiento, obra y espiritualidad de San Agustín, recuerda que “en una Iglesia que reconoce en los pobres el rostro de Cristo y en los bienes el instrumento de la caridad, el pensamiento agustiniano sigue siendo una luz segura. Hoy, la fidelidad a las enseñanzas de Agustín exige no sólo el estudio de sus obras, sino la disposición a vivir con radicalidad su llamada a la conversión, que incluye necesariamente el servicio de la caridad”. Parte esencial de la cercanía a los pobres ha estado siempre el cuidado de los enfermos, con figuras como San Juan de Dios, San Camilo de Lellis y, sobre todo, muchas mujeres consagradas que “desempeñaron un papel aún más difundido en la atención sanitaria de los pobres” y que hacían que sus casas se convirtieran “en oasis de dignidad donde nadie era excluido”. Una realidad que continúa “en los hospitales católicos, los puestos de salud en las regiones periféricas, las misiones sanitarias en las selvas, los centros de acogida para toxicómanos y los hospitales de campaña en las zonas de guerra. La presencia cristiana junto a los enfermos revela que la salvación no es una idea abstracta, sino una acción concreta. En el gesto de limpiar una herida, la Iglesia proclama que el Reino de Dios comienza entre los más vulnerables”. La misma vida monástica “fue desde sus inicios un testimonio de solidaridad” porque “los monjes cultivaban la tierra, producían alimentos, preparaban medicinas y los ofrecían, con sencillez, a los más necesitados. Su trabajo silencioso fue fermento de una nueva civilización, donde los pobres no eran un problema que resolver, sino hermanos y hermanas que acoger”.Además de esta asistencia material, “los monasterios desempeñaron un papel fundamental en la formación cultural y espiritual de los más humildes”. Otro ejemplo de la continuidad de esta “Iglesia para los pobres” fueron las Órdenes mendicantes que “representaron una revolución evangélica, en la que el estilo de vida sencillo y pobre se convierte en un signo profético para la misión, reviviendo la experiencia de la primera comunidad cristiana”. No propusieron expresamente reformas sociales, “sino una conversión personal y comunitaria a la lógica del Reino. La pobreza, en ellos, no era consecuencia de la escasez de bienes, sino una elección libre: hacerse pequeños para acoger a los pequeños”. Junto a esto siempre estuvo muy presente que para la Iglesia, enseñar a los pobres era un acto de justicia y de fe, con los escolapios, los Hermanos de la Salle, los Hermanos de las Escuelas Cristianas, los Maristas, o con San Juan Bosco al iniciar la obra salesiana. También aquí las congregaciones femeninas fueron también protagonistas de esta revolución pedagógica: “las religiosas alfabetizaban, evangelizaban, trataban de cuestiones prácticas de la vida cotidiana, elevaban el espíritu a través del cultivo de las artes y, sobre todo, formaban conciencias”. Su misión ha sido “formar el corazón, enseñar a pensar, promover la dignidad. Combinando una vida de piedad y dedicación al prójimo, combatieron el abandono con la ternura de quien educa en nombre de Cristo”. A toda esta labor de estar cerca de los pobres se suma el constante acompañamiento a los migrantes, una labor que continúa hoy, en iniciativas como los centros de acogida para refugiados, las misiones en las fronteras y los esfuerzos de Cáritas Internacional y otras instituciones”. La santidad cristiana ha florecido “en los lugares más olvidados y heridos de la humanidad”, como en el caso de Santa Teresa de Calcuta, con su caridad vivida “hasta el extremo en favor de los más indigentes, descartados por la sociedad”, o Santa Dulce de los Pobres, conocida como “el ángel bueno de Bahía”, que “encarnó el mismo espíritu evangélico con rasgos brasileños”, o San Benito Menni, San Carlos de Foucauld, Santa Katharine Drexel…“Una historia que continúa”, el capítulo cuarto, certifica esta unión con Cristo y con la primera comunidad cristiana, que pone de relieve también la Doctrina Social Cristiana, con las encíclicas sociales de los Papas, los documentos del Vaticano II y, también, los posicionamientos adoptados por las Conferencias episcopales nacionales y regionales al respecto: “Fue el corazón mismo de la Iglesia el que se conmovió ante tanta gente pobre que sufría desempleo, subempleo, salarios inicuos y estaba obligada a vivir en condiciones miserables”. En este sentido, el Papa León XIV recuerda en esta exhortación que “la caridad es una fuerza que cambia la realidad, una auténtica potencia histórica de cambio”, que puede acabar con las estructuras de pecado que causan pobreza y desigualdades extremas. Porque “es responsabilidad de todos los miembros del pueblo de Dios hacer oír, de diferentes maneras, una voz que despierte, que denuncie y que se exponga, aun a costo de parecer “estúpidos”. Las estructuras de injusticia deben ser reconocidas y destruidas con la fuerza del bien, a través de un cambio de mentalidad, pero también con la ayuda de las ciencias y la técnica, mediante el desarrollo de políticas eficaces en la transformación de la sociedad”. Además se ha puesto a los pobres como sujetos de evangelización, no solo como destinatarios de beneficencia: “crecidos en la extrema precariedad, aprendiendo a sobrevivir en medio de las condiciones más difíciles, confiando en Dios con la certeza de que nadie más los toma en serio, ayudándose mutuamente en los momentos más oscuros, los pobres han aprendido muchas cosas que conservan en el misterio de su corazón. Aquellos entre nosotros que no han experimentado situaciones similares, de una vida vivida en el límite, seguramente tienen mucho que recibir de esa fuente de sabiduría que constituye la experiencia de los pobres. Solo comparando nuestras quejas con sus sufrimientos y privaciones, es posible recibir un reproche que nos invite a simplificar nuestra vida”.El capítulo quinto es la lógica conclusión de la reflexión sobre el camino de la Iglesia, “Un desafío permanente”, porque “el amor a los pobres es un elemento esencial de la historia de Dios con nosotros y, desde el corazón de la Iglesia, prorrumpe como una llamada continua en los corazones de los creyentes, tanto en las comunidades como en cada uno de los fieles”. Es una escuchar la pregunta tras la parábola del Buen Samaritano, “¿Con quién te identificas? Esta pregunta es cruda, directa y determinante. ¿A cuál de ellos te pareces?”. Un desafío que implica también tener presente que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual, ya que “la opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria”. Todo ello sin dejar de practicar la limosna: “Hay que alimentar el amor y las convicciones más profundas, y eso se hace con gestos. Permanecer en el mundo de las ideas y las discusiones, sin gestos personales, asiduos y sinceros, sería la perdición de nuestros sueños más preciados. Por esta sencilla razón, como cristianos, no renunciamos a la limosna”.“El amor cristiano”, concluye la exhortación, “supera cualquier barrera, acerca a los lejanos, reúne a los extraños, familiariza a los enemigos, atraviesa abismos humanamente insuperables, penetra en los rincones más ocultos de la sociedad. Por su naturaleza, el amor cristiano es profético, hace milagros, no tiene límites: es para lo imposible. El amor es ante todo un modo de concebir la vida, un modo de vivirla”.Gracias por leer nuestros contenidos. 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