Durante la Segunda Guerra Mundial, el hambre mató a más personas que muchos de los proyectiles que rasgaron el cielo europeo. En ciudades sitiadas como Leningrado, miles morían cada día sin necesidad de que una bala los alcanzara. Pero uno de los episodios más reveladores sobre la naturaleza del hambre no ocurrió en un frente de batalla, sino en un lugar inesperado: el subsuelo del estadio de la Universidad de Minnesota, en Minneapolis.Allí, en 1945, treinta y seis hombres jóvenes aceptaron someterse a algo que muy pocos habrían soportado voluntariamente: un experimento de inanición. No buscaban gloria científica. Ni dinero —porque no lo había—. Lo hicieron por puro idealismo, convencidos de que su sacrificio podría ayudar a salvar a los millones que, al otro lado del Atlántico, luchaban cada día por un mendrugo de pan.Detrás de esta idea estaba Ancel Keys, un fisiólogo conocido por haber diseñado las célebres raciones K del ejército estadounidense —esas latas cuadradas y discretas que acompañaban a los soldados al combate. Keys sabía que la guerra terminaría dejando a Europa devastada, y que los médicos se enfrentarían a un misterio poco estudiado: ¿cómo se ayuda a un cuerpo al borde de la muerte por hambre? ¿Qué ocurre realmente durante la inanición? ¿Cómo se recupera alguien después de tanto vacío?Para encontrar respuestas, Keys buscó voluntarios entre los objetores de conciencia —jóvenes que se habían negado a empuñar un arma, pero no a arriesgar su vida por otros. Su mensaje era directo y casi poético: “¿Pasarás hambre para que otros puedan comer?” Funcionó. Más de cuatrocientos hombres se ofrecieron. Treinta y seis fueron escogidos por su fortaleza física y mental. Y así comenzaron un viaje hacia los límites del cuerpo humano.El experimento se dividía en tres fases: una etapa inicial de control, seis meses de semi-inanición y, finalmente, la ansiada rehabilitación. La vida en el laboratorio —en realidad, un conjunto de habitaciones bajo las gradas del estadio— empezó de forma casi rutinaria: 3200 calorías diarias, pruebas médicas interminables, y caminatas obligatorias de más de 30 kilómetros semanales. Todo estaba perfectamente medido.Hasta que un día de febrero de 1945, sin ceremonia alguna, todo cambió: sus raciones se redujeron a 1570 calorías. Un corte abrupto que trastocó sus cuerpos y sus mentes con una velocidad asombrosa. La comida, de por sí poco inspiradora —patatas, repollo, pan integral y pasta—, se convirtió de pronto en el centro absoluto de sus vidas. Para algunos, la obsesión llegó a extremos extraños: coleccionaban recetas, leían libros de cocina como quien mira fotografías prohibidas y saboreaban cada migaja como un ritual sagrado.El cuerpo comenzó a apagarse. Perdieron fuerza. El pulso se volvió lento. La temperatura corporal cayó hasta el punto de que sentarse en una silla sin suficiente ropa era doloroso: no quedaba grasa para amortiguar el contacto con la madera. Sus rostros se afilaron, sus extremidades se hundieron en un aspecto casi espectral y, paradójicamente, sus ojos se volvieron de un blanco brillante, casi luminoso, debido a la reducción de los vasos sanguíneos.El ánimo también se deterioró. La política, las relaciones, el sexo, la conversación… todo quedó eclipsado por la necesidad primaria de comer. Algunos comenzaron a engañar al equipo para obtener comida. Otros, como un joven llamado Franklin Watkins, sufrieron pesadillas con escenas de canibalismo y terminaron abandonando el estudio entre lágrimas y amenazas. Lo más inquietante es que, tras apenas unos días alimentándose normalmente, Watkins mostró una recuperación sorprendentemente rápida, casi como si su mente hubiera sido devuelta al punto de partida simplemente con unas calorías extra.Cuando por fin llegó la etapa de rehabilitación, los voluntarios celebraron como si hubiera terminado la guerra. Pero la alegría duró poco. Keys, fiel a su método, no abrió el grifo de la comida de golpe. En lugar de ello, dividió al grupo en subequipos con diferentes cantidades adicionales de calorías para descubrir cuál era la dosis mínima necesaria para la recuperación. La respuesta resultó desalentadora para ellos: menos de 4000 calorías al día no servían para reparar un cuerpo devastado. Lo más duro fue que, incluso una vez liberados de las restricciones, muchos de ellos pasaron meses —e incluso años— comiendo cantidades enormes sin sentir saciedad. Algunos días podían llegar a ingerir más de 10.000 calorías.El estudio concluyó en octubre de 1945. Las imágenes de los hombres antes y después del experimento parecen las de dos personas distintas. Pero los voluntarios insistieron, décadas después, en que lo vivido los marcó profundamente: no solo por el hambre, sino por el sentido de propósito. La mayoría continuó trabajando en labores humanitarias. Tres se convirtieron en chefs profesionales, quizá como una manera de reconciliarse con aquello que más habían deseado.Ancel Keys publicó los resultados cinco años más tarde en un enorme tratado, The Biology of Human Starvation, que aún hoy es referencia básica para comprender los efectos de la inanición. También dejó una conclusión esperanzadora: el cuerpo humano está mejor preparado de lo que imaginamos para sobrevivir largos periodos sin alimento. Y aunque la experiencia fue dura, los voluntarios afirmaron que la repetirían. Que, de alguna manera, pasar hambre por otros les había dado un sentido que no podían explicar del todo.Quizá esa sea la lección más profunda del experimento: que la ciencia avanza gracias a quienes están dispuestos a sacrificarse por quienes nunca conocerán. Y que a veces, para entender la vida, hay que mirar muy de cerca al hambre.____________________________________________________________________________________________ No olvides que puedes seguirnos en Facebook.The post Cuando 36 hombres se ofrecieron a morir de hambre para entender cómo salvar vidas appeared first on La piedra de Sísifo.