Samanta y Rigoberto, aguantando el temporal aferrados a la chimenea de la casa, escudriñaban distante la escalerilla de rescate que colgaba del helicóptero como el único asidero para salvar sus vidas. Su y Luz, alarmadas desde que aquella pudo entrever en su móvil la noticia de la rotura de la presa, bajaron histéricas a la casa dejando sola a Dorita, la cual se reía, sentada sobre el tejado, al recibir en su rostro el aluvión de gotas de lluvia. Los sirvientes ni reparaban en la que era su señora, sólo atentos al foco, todavía algo lejano, del helicóptero. En ese impás, Rigoberto fue advirtiendo gradualmente, entre la cortina de agua, como una grandiosa ola desmantelaba chalets, calles y todo lo que se ponía a su paso. Avanzaba a una considerable velocidad rizándose en su empuje como si fuese una garganta voraz, ávida de destrucción. — Escúchame, Sam -le dijo a su esposa agarrándole la cara con garra- Ahorita te vas a disponer a mi espalda y quiero que te apercolles a mí con toda la fuerza que puedas. Con esa fortaleza y con más. ¿Ok? Samanta asintió sin preguntar nada. Temblaba de frío y de pánico y las palabras de su marido, como era habitual, le parecían tan sagradas como las que decía el padre Santiago en el culto de los domingos. Con ella detrás, Rigoberto se enganchó al sombrerete de hierro de la chimenea con sus manos nervudas. Luego comenzó a rezar musitando una letanía que le enseñó su abuela Nuberlinda en las noches que acechaba el lobo del páramo, allá cuando vivían en la aldea a los pies del Chimborazo. Abajo, en la casa, la perturbación había escalado a niveles críticos. Ninguno se preocupaba ya por el regreso de Osorio alterados por la noticia que voceó Su. Cada cual emparejado y sin saber si subir al tejado o quedarse dentro de la casa. Escuchaban el batir de hélices del helicóptero pero sospechaban que estaba demasiado lejos, como les comunicó Luz que fue la última que bajó del tejado. — El embalse está demasiado cerca y la noticia que pilló Su parecía ser poco actual. -comentó Luz, alternando la mirada entre su marido y la otra pareja- Tal vez, pienso, que lo menos malo sería encontrar algo en la casa que pueda servirnos de salvavidas, de barca. No sé…. una cama, una puerta, algo que flote….No sé. Juanma fue presto a descolgar una puerta de los pernios y lo mismo hizo Lauren con otra. — Desencajaremos otras dos puertas y cada uno de nosotros tendrá su salvavidas -dijo Juanma con mucha decisión- Nos abrazaremos a ellas…..Y que Dios reparta suerte, amigos. Max los seguía pintado en su rostro un gesto grave y, a la vez, indolente. Les observaba como si fueran extraños o como si sus actos no le concerniesen en absoluto. Seguía sentado en la descalzadora y fumando un pitillo tras otro. Pero ni siquiera les dio tiempo a descolgar todas las puertas. Arriba, en el tejado, Rigoberto sintió el golpetazo del agua enfurecida y cómo quebraba la chimenea y los despedía revueltos en agua turbia. En apenas unos pocos segundos, el chalet de José Osorio Zabalejo, Subdirector General de Organización y Procedimientos en el Ministerio de Hacienda, fue una edificación de papel a merced de una colosal cascada de agua sucia. Una de las urbanizaciones más acreditadas de la ciudad, sede de grandes familias acaudaladas, artistas en la cumbre y todo tipo de especuladores que hicieron fortuna por la desgracia de otros, quedo sumergida en un fantasmagórico lago con innumerables y variopintos enseres flotando como tropezones en una sopa de tinte oscuro. La calma retornó al cabo de poco menos de media hora. Las estrellas volvieron a brillar en un cielo despejado de diciembre. Se escucharon las primeras sirenas lejanas y los helicópteros volvieron a aparecer con su ojo ciclópeo hurgando en la devastación. La dana Melany había fenecido o se había recostado hasta que cualquiera de sus numerosos hijos despertara en cólera. Asidos a una viga de madera, empapados y exánimes, flotaban en el repentino lago Samanta y Rigoberto. Permanecían abrazados, afianzados el uno al otro como si de un solo ser se tratase. Tenían los ojos entrecerrados, una delgada línea con la esperanza reluciendo en su iris, y el esbozo de una sonrisa que fue acrecentándose a medida que fueron conscientes de la realidad. — Nuestra guagua Melany -musitó Samanta apretando la mano del marido. — Estará sana junto a la abuela, querida. Volveremos a estar juntos muy prontito, lo verás. Fue entonces cuando se percataron que a su alrededor flotaban fajos de los billetes de los grandes junto a papelotes y carpetas. Un poco más lejos, el cadáver del señor Osorio se mantenía bocabajo y despeluchado como un juguete roto. Los sirvientes se incorporaron como pudieron sobre la viga para ir remando con sus manos y recogiendo los fajos de dinero. Los apilaban con cuidado sobre el madero. Rigoberto se despojó de su impermeable y, con suma habilidad, hizo un atadillo para guardarlos. Se desplazaron lo suficiente hasta alcanzar todos los fajos. Al tropezar con el cuerpo del señor Osorio se santiguaron tras unos segundos de devoto silencio. — Que el Señor le guarde -dijo Rigoberto al tiempo que reclutaba el último manojo de dinero. Un poco más tarde la escalerilla de rescate del helicóptero rozaba sus cabezas. Subieron por ella con un vigor inusitado. Dentro de la nave se abrazaron como si fuese el primer día de su vida. Y lo era, aunque no fuera el primero, pero el sino de la pareja si era de estreno, a pesar de la desgracia que les rodeaba. El intrincado azar existía.