Contra los millones de llamadas falsas

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No hace ni medio siglo que las llamadas más contundentes que recibíamos eran las del aldabón. Qué bonita palabra del árabe hispano que procedía a su vez del árabe clásico y que significaba literalmente “lagarta”, porque las antiguas aldabas tenían una forma parecida a este reptil. Al aldabón se llamaba solamente en casos de urgente necesidad y desde luego no a la hora de la siesta, porque si oíamos unos aldabonazos en el silencio de la sobremesa se nos sobresaltaba el corazón; algo muy grave debía haber pasado. Ahora, en cambio, nos dan aldabonazos al teléfono móvil cada dos por tres, y si es a la sagrada hora de la siesta, todavía más. La sinvergonzonería comercial ha aprendido a engatusar en la hora tonta.El Congreso acaba de aprobar hoy la Ley de Servicios de Atención a la Clientela porque hemos llegado a unos niveles de acoso que asustan no tanto por la situación actual sino por la futura si no se le ponen puertas al campo. Aseguran que el Ministerio para la Transformación Digital, gracias a su iniciativa para reducir las llamadas falsas y los spam, ha conseguido evitar 48 millones de llamadas en solo cuatro meses. Y, sin embargo, no se nota, porque casi todo el mundo tiene la sensación de que, al contrario de ese adagio ya tan antiguo de que el cliente siempre lleva la razón, la clientela –la potencial clientela- se ha convertido en demasiado poco tiempo en el fangal donde cualquier empresa se ha visto con el derecho de a violar todo tipo de derechos, incluido el del descanso y el de decir que no.[articles:345492]La flamante ley exige ahora a las empresas que nos hayan vendido cualquier servicio a que respondan en menos de tres minutos cuando seamos nosotros los que llamemos, y que responda una persona de carne y hueso que nos entienda no solo fonética sino también semántica y pragmáticamente en el acento que tenga cada cual. Esas máquinas a las que han bautizado hasta con un nombre ridículamente humano no pierden la paciencia, pero tampoco tienen empacho en decirnos que no nos han entendido cuando hablamos más deprisa de lo que su capacidad les permite, cuando tenemos el acento con que nos parieron o cuando lo que tenemos que explicar es mucho más complejo que un sí o un no. De modo que el diálogo de besugos que solemos protagonizar con ellas nos da tanta vergüenza propia y ajena, que demasiadas veces terminando claudicando, para beneficio de la máquina y la madre que la parió, es decir, la empresa.La nueva ley también prohíbe que los llamados influencers se dediquen a influirle a nuestra juventud en lo que más aborrecemos y más suculentos beneficios suele dejarles a sus verdaderos amos, es decir, el vicio en todas sus modalidades, empezando por las apuestas. Además, también se prohíben las reseñas falsas, que inundan la red para decepción del respetable cuando acude en persona adonde sea.El objetivo, quiero suponer, es volver la realidad más tangible, más sensorial, más verdadera, huyendo de esa digitalización que nos vendieron hace una década o dos como el cenit del desarrollo. Vivimos una época de tanta decepción en todo, que el camino inverso, incluso legislativo, tiene que ser el de la lucha contra tanta falsedad acumulada. Contra el chat, conversación cara a cara; contra la inteligencia artificial, inteligencia natural; contra los chistes enlatados, la gracia de Cádiz; contra las pantallas engañabobos, la verdad de la sonrisa, de la sorpresa, del folio en blanco, del bolígrafo hacedor, de la lectura comprensiva, del descubrimiento paulatino de quién dice qué, a quién y con qué intenciones.