Google ha vuelto a poner sobre la mesa su estrategia favorita frente a la regulación: cambiar lo justo para que todo siga igual. Tras la multa de 2,950 millones de euros impuesta por la Comisión Europea por abuso de posición dominante en publicidad digital, la compañía ha presentado una serie de medidas que simplemente buscan evitar el escenario que más teme: el desmantelamiento obligatorio de su negocio publicitario. En la práctica, Google ofrece promesas vagas: mejorar la transparencia, facilitar el acceso a datos de pujas publicitarias y dar a los anunciantes más control sobre sus campañas. Nada de eso altera sustancialmente el hecho fundamental de que Google sigue controlando simultáneamente los tres vértices del mercado publicitario digital: la compra, la venta y la intermediación. Es a la vez juez, parte y notario de un sistema que ha convertido los datos personales en su materia prima y su combustible. Ya lo analicé en abril pasado: la compañía no solo domina la búsqueda y la publicidad digital, sino que define las reglas del juego bajo las cuales todos los demás están obligados a operar. La multa europea es un síntoma, no una solución.El problema real no está en los algoritmos ni en las plataformas, sino en el ecosistema entero. La publicidad digital se construyó sobre una premisa corrupta: que los datos personales de los usuarios podían capturarse y comercializarse bajo unos términos de servicio imposibles de entender y firmados sin consentimiento real. Esa ficción legal permitió erigir una industria dedicada a la vigilancia permanente de nuestro comportamiento que hoy representa más del 80% de los ingresos de compañías como Google y Meta. La Unión Europea ha sido clara: la privacidad es un derecho fundamental, no una variable de negocio. La GDPR y la Digital Markets Act (DMA) reconocen que el usuario tiene derecho a no ser perfilado, rastreado ni manipulado. Pero mientras Google siga controlando el flujo de información entre anunciantes y editores, ese principio sigue siendo puro papel mojado, y nuestros derechos fundamentales siguen estando completamente desprotegidos. Las medidas que ahora propone la compañía no tocan esa raíz. Sin una separación estructural, sin una división clara entre su negocio de búsqueda, su intermediación publicitaria y su plataforma de anuncios, el sistema sigue funcionando de la misma forma que antes. Hablar de «más transparencia» en un modelo que se basa en el rastreo continuo del usuario es como prometer ventanas más grandes en una prisión. La única salida coherente es prohibir la publicidad hiper-dirigida, del mismo modo que sería ilegal seguir a una persona por la calle, anotar todo lo que mira o dice, y vender esa información a terceros. Ese mercado publicitario debería volver a un modelo de contexto, no de vigilancia. Y si no lo hacemos pronto, el advenimiento de la inteligencia artificial lo hará mucho peor. Como comenté en mi artículo hace pocos días, los sistemas de inteligencia artificial integrados en nuestros dispositivos no solo sabrán qué buscamos: sabrán cómo pensamos. Europa tiene en sus manos la oportunidad y la obligación de romper ese ciclo. Si se limita a aceptar los parches cosméticos de Google, habrá perdido la batalla antes de empezar. El debate no es técnico, es ético y político: ¿seguiremos permitiendo que la economía digital se base en la vigilancia constante, o seremos capaces de construir una basada en la confianza y el respeto a la persona? Porque si algo ha demostrado Google una y otra vez es que no va a cambiar por voluntad propia. Y si las autoridades no le obligan a hacerlo, no será la tecnología la que esté fuera de control: seremos nosotros los que hayamos perdido el control de ella.