Mucha gente se engancha a las peripecias de los protagonistas vacíos de cualquier reality… La misma que después se queja de que la historia es “aburrida”. En realidad, el pasado está lleno de personajes sobre los que uno no se cansa nunca de escudriñar. Son figuras que te acompañan y, en cierta medida, poseen una realidad más palpable que la de algunas personas aún vivas de las que preferirías no acordarte. A lo largo de muchos años he tenido que enfrentarme, por razones profesionales o de otro tipo, a una amplia variedad de trayectorias biográficas, un abanico tan diverso de tipos humanos que se me antojaba que nada tenían en común. Hasta que me di cuenta de que una buena parte vivieron sus vidas a contracorriente, atreviéndose a pensar y actuar de forma distinta a lo que esperaba la sociedad. Para oponerse a la mayoría se necesita un temple especial. Tendemos a imaginar que cuatro ojos ven más que dos y que una opinión singular ha de ser, por fuerza, errónea. El número, como es obvio, nada dice acerca de la verdad o la falsedad de una afirmación, pero, aun así, cuesta mucho aceptar que el individuo pueda tener razón donde el colectivo se equivoca. No es cuestión de caer en el mito del genio incomprendido, puesto que no todos los incomprendidos son genios, pero sí de guardar en nuestra memoria un lugar especial para los que han osado explorar los caminos que aún estaban por abrir. Estos rebeldes merecen ser miembros de pleno derecho de ese “club de los indeseables” al que el escritor mexicano Octavio Paz hubiera querido pertenecer. “Indeseable”, en este caso, no es un insulto, sino un elogio al coraje. Todos los que luchan por una causa justa acaban, tarde o temprano, en realidad más temprano que tarde, desatando la ira de alguien. Martín Lutero tuvo que enfrentarse al Papado para defender la purificación de la fe cristiana, Bartolomé de las Casas tuvo que batirse con los encomenderos que explotaban a los indios, Albert Camus hizo lo propio con la izquierda más sectaria, aquella que establecía una doble vara de medir en función de quién cometía los crímenes… Las ideas de cualquiera, por lo general, y con las debidas excepciones -un nazi, sin ir más lejos- no cuentan tanto como las actitudes, es decir, como su honestidad y su valor a la hora de vivir. La historiografía militante valora solo a los que se movieron dentro de unas coordenadas políticas concretas, con lo que sus autores pierden de vista la posibilidad de aprender de quien no es igual que nosotros, de aquel con quien estamos en desacuerdo en puntos relevantes. En estos tiempos tan políticamente correctos, basta un defecto para descalificar toda una vida. La gente se concentra en el grano de arroz negro que hay en la sartén, sin poner atención en que todos los demás son blancos. Las palabras del Evangelio, exhortándonos a arrojar la primera piedra si estamos libres de pecado, no han perdido su validez. Los héroes son de carne y hueso como todos los mortales, pero aun así, con las miserias que todos compartimos, llegan a cumbres que permanecen vedadas para la mayor parte de nosotros, simples soldados de infantería. Sí, Albert Camus fue un mujeriego, lo mismo que Bolívar. Sí, Bartolomé de las Casas podía ser irritantemente dogmático. Sí, Martín Lutero tomó decisiones políticas cuestionables. Pero… ¿Y qué? El debate intelectual se vuelve, en ocasiones, presentista hasta lo insoportable. Como hombre del siglo XXI mis convicciones son pacifistas, pero eso no tiene nada que ver con ponerse a juzgar a antepasados nuestros que vivieron en medio de unas coordenadas mentales muy distintas a las de la actualidad. Cuando a veces alguien afirma que tal o cual guerrillero -el Che, pongamos por caso- era un asesino, su juicio, además de anacrónico, resulta inevitablemente parcial. Los mismos que critican a los héroes izquierdistas no utilizan la misma vara de medir para Trajano, que se dedicó a masacrar dacios, o para Ricardo Corazón de León, que hizo lo propio con los musulmanes de Tierra Santa.[articles:345005]La fidelidad a uno mismo implica seguir adelante pese a los desgarros internos. Roger Casement pasó de ser un funcionario del Imperio británico a un mártir de la independencia de Irlanda, con lo que muchos de los que le habían admirado le volvieron la espalda. Para Octavio Paz las cosas tampoco fueron fáciles cuando se dio cuenta de que el comunismo estalinista no era la solución. Las diferencias políticas le condujeron a rupturas personales, igual que a Camus. Blanco White, por su parte, tuvo que enfrentarse al drama del exilio y a la eterna incomprensión de sus compatriotas, que pasaron de tildarle de traidor a idealizarle como el progresista que no fue. Resulta difícil no conmoverse cuando le imaginamos en Inglaterra, solo, en medio de dificultades casi insuperables, entregándose a un periódico con el que intentó llevar un poco de racionalidad a unos tiempos exaltados. Un ser humano es tan hijo de su tiempo como de sus padres. ¿Se imaginan a Teresa de Jesús hablando sobre la fe en YouTube? ¿Militaría hoy Clorinda Matto de Turner en algún movimiento contra el racismo? Son preguntas estimulantes, aunque sepamos que plantean imposibles, al menos mientras no se inventen los viajes en el tiempo. Si estuvieran entre nosotros, seguro que seguirían siendo igual de incómodas para los poderosos mientras se enfrentaban a nuevos retos. No era fácil, para una mujer del siglo XVI, convertirse en líder religiosa. Tampoco lo era para una escritora del XIX tratar temas como los derechos de los indígenas en lugar de centrarse en cuestiones más o menos frívolas, tal como la sociedad esperaba que hiciera. Quiero pensar que a toda la gente a la que admiro la hubieran acabado linchando en Twitter. Ir a contracorriente tiene cosas así, en el mejor de los casos. Tal vez sus vidas me resulten tan irresistibles porque, desde siempre, he experimentado una poderosa atracción hacia los relatos basados en un “nosotros contra el mundo”. Por suerte, todos los que luchan en inferioridad de condiciones conocen esa profunda verdad que nos transmitió Shakespeare, esa divisa eterna para el honrado e imprescindible gremio de los inconformistas: “Nos, felices pocos”.