Magdeburgo: señal de una derrota

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Que este año no se vaya a celebrar el tradicional mercadillo de Navidad de la ciudad alemana de Magdeburgo –en el que el año pasado un yihadista atropelló a la multitud y asesinó a seis personas– supone una derrota del mundo libre que no debemos asumir a la ligera. La empresa organizadora del mercadillo ha recibido una carta de la administración estatal en la que comunica que las medidas de seguridad que había planeado no eran suficientes y exigían unos requerimientos que la entidad asegura no poder cumplir. Esto ha llevado a la suspensión del simbólico evento. El hecho de que una empresa no pueda asumir un despliegue de seguridad suficiente y las fuerzas del Estado no se hagan cargo esconde una verdad desagradable. Se trata de la desasosegante realidad de asistir a cómo el terrorismo consigue su propósito principal, que es el de amedrentar y coartar la vida de sus víctimas. El terrorista de Magdeburgo, que está siendo juzgado estos días, podría haber atentado en otro lugar, y cualquier otra reunión de personas puede convertirse hoy mismo en escenario del terror de los que pretenden terminar con nuestra manera de vivir, con nuestra manera de pensar, nuestras tradiciones y creencias. Sin embargo, existen lugares como la sala de conciertos Bataclan en París, las Ramblas de Barcelona, los fuegos artificiales de Niza o el propio mercadillo que se han convertido en símbolos vivientes que deberíamos poder mantener frente a la amenaza siempre presente de la barbarie que vocifera más allá de los muros y que daña el corazón de Occidente siempre que tiene ocasión. Esos lugares se han convertido, a su pesar, en templos de la libertad que debemos mantener abiertos y luminosos, para que quienes los atacan sepan que pueden acabar con la vida de algunos de nosotros, pero que, como sociedad, somos invencibles y no estamos dispuestos a dar un paso atrás. La suspensión del mercadillo (que corre el riesgo de convertirse en viral en Alemania, sobre todo en aquellas localidades pequeñas) supone, en un primer plano de lectura, un ejercicio que equivale a otorgar la razón a los que aplican el terror en cuanto les cede una victoria muy poderosa. Significa validar el mal de una cierta manera en la que la amenaza logra sus propósitos y puede indicar a futuros terroristas que sus terribles acciones dejan la huella que se proponen. Que pueden cambiar y destruir aquello que en el fondo odian, que su ejercicio es útil. En segundo lugar, extiende el terror a otros ámbitos que se muestran como vulnerables. Si no existe seguridad suficiente para acudir a un mercadillo de Navidad, ¿en qué medida las personas pueden seguir acudiendo al cine, a misa, a conciertos, a centros comerciales en los que se acumula el gentío? ¿Pueden salir a la calle en Navidad? ¿Tampoco los Estados se van a hacer responsables de su seguridad y pretenden que los europeos, que están constantemente amenazados, se queden encerrados en casa? Debemos asumir que sembrar el terror está al alcance de cualquiera y que vivimos en sociedades frágiles, pero dignas y decididas a prevalecer. Estas comparaciones hacen absurda la decisión estatal de prohibir estos eventos en cuanto otros también pueden ser objeto de la rabia de los que buscan hacer el mal. Por último, este derrotismo da la razón a los populismos ultras que pretenden que nuestra idea de Europa ha sido derrotada, que los actuales gobiernos no defienden su esencia con suficiente brío y proponen soluciones más radicales, cuyo ascenso provoca aún sorpresa en los que los arman de razones.