En Madrid ya casi no quedan taberneros. Quedan hosteleros, camareros, franquiciados, incluso «managers de experiencia gastronómica». Pero taberneros, de los de brazo firme, bata blanca y mirada que escruta si el cliente necesita otra caña, apenas dos o tres, de Lucio a Rafa y poco más. Pero hasta hace bien poco hubo uno. Y ese uno —o ese penúltimo— se llamaba Alfredo Rodríguez , señor de la barra de El Brillante, frente a Atocha, donde la vida entera de la ciudad pasa cada dos o tres minutos. El lugar no necesitaba mármol ni artificio. Tenía su acero y su cartel luminoso, su ruido de platos y su olor inconfundible: el del aceite noble, limpio y recalentado lo justo. El Brillante... Ver Más