Una invitación a que los jóvenes asuman su papel contra el acoso escolar: detener el daño empieza por decir "conmigo no contéis". Me cuesta mucho asimilar que, en un tiempo en el que hemos normalizado casi cualquier forma de ser, de sentir o de presentarse ante el mundo, todavía no seamos capaces de convencer a algunos jóvenes de algo tan simple —y tan esencial— como respetar a quien es diferente. Vivimos en una sociedad que ha derribado barreras culturales, estéticas y personales a una velocidad vertiginosa. Cambios que hace no tantos años habrían provocado escándalo, hoy pasan completamente desapercibidos. Y lo más llamativo: fueron los propios jóvenes quienes, con su naturalidad y su espontaneidad, nos enseñaron a los adultos a aceptar lo distinto. ¿Cuántas veces un hijo no ha reprendido suavemente a su padre o a su madre por girar la cabeza ante una imagen que les llamaba la atención? ¿Cuántas veces nos han dado una lección silenciosa de convivencia sin darse siquiera cuenta? Por eso resulta tan difícil comprender por qué, dentro de ese mismo grupo generacional que lideró la normalización social, sigue habiendo jóvenes que ridiculizan, aíslan o hieren a quien no encaja en un patrón que, en teoría, ya nadie exige. ¿Qué falla? ¿Qué no estamos transmitiendo de forma eficaz? ¿En qué punto se diluye ese ejemplo de tolerancia cuando cruzan la puerta del colegio? La respuesta, me temo, no está solo en el acosador. Es cierto que su perfil suele ser más complejo, sus conductas más rígidas, y su reconducción más difícil. Pero no es en él donde hoy quiero poner la mirada. La clave está en los otros, en esos dos grupos que muchas veces quedan en segundo plano: los reforzadores y los consentidores. Ellos —los que ríen, los que aplauden, los que jalean, los que miran sin intervenir— son, en realidad, el combustible silencioso del acoso escolar. Sin ellos, el acosador pierde público. Sin risas, pierde eco. Sin complicidad, pierde poder. Y, sin embargo, a pesar de tener una influencia decisiva, no estamos logrando que comprendan la responsabilidad que cargan sobre sus hombros. No estamos sabiendo transmitirles que su risa no es inocente, que su silencio no es neutral, que su indiferencia no es un refugio, sino una elección. ¿Por qué es tan difícil llegar a ellos? Quizá porque el discurso contra el acoso se construyó durante años en torno a la idea del agresor y la víctima, dejando un vacío pedagógico en torno a esa masa intermedia que no pega, pero presiona; que no insulta, pero celebra; que no agrede, pero deja hacer. Quizá porque no hemos sabido mostrarles —con la suficiente fuerza emocional— que su papel es decisivo, que un simple gesto suyo puede salvar o destruir un día entero en la vida de un compañero. O quizá porque todavía no hemos encontrado la forma de hacerles sentir que la valentía también se entrena, que la empatía se aprende, y que decir "basta" es también una forma de liderazgo. El reto es enorme, pero no imposible. Si conseguimos que los reforzadores y consentidores entiendan su fuerza —esa fuerza que ahora utilizan sin pensar—, estaremos mucho más cerca de quebrar el ciclo del acoso escolar. Porque ellos, paradójicamente, son los más fáciles de transformar. No cargan con la dureza del acosador, ni con la herida de la víctima. Solo necesitan conciencia, responsabilidad y un poco de valentía. Y quizás por eso duele más que aún no lo hayamos logrado.