No ha aparecido ninguna prueba nueva. Es decir, ninguna prueba. La acusación se basa tan solo en un dato: que el fiscal general tuvo la oportunidad de filtrar un correo electrónicoEl verdadero complot en el caso contra el fiscal general Si todo juicio tiene algo de teatro, el del fiscal general del Estado que acaba de terminar ha parecido una representación de guiñoles. Jueces, abogados, fiscales y hasta el acusado, vestidos con sus togas negras tras unas mesas, parecían esconder bajo el tejido la mano que los movía, mientras otros recitaban sus textos. Y es que toda la vista oral ha tenido mucho de reiteración. No ha habido espacio para sorpresas. Tiene que haber sido especialmente aburrido para los jueces que ya habían revisado las actuaciones durante la instrucción, pese a que es algo prohibido por el derecho constitucional y europeo. En este ambiente de déja vu, el público nos hemos tenido que conformar con comentar las escasas anécdotas y aplaudir las interpretaciones de los actores más entregados. No ha aparecido ninguna prueba nueva. Es decir, ninguna prueba. La acusación se basa tan solo en un dato: que el fiscal general tuvo la oportunidad de filtrar un correo electrónico. Durante las sesiones del juicio, las acusaciones se han empeñado en demostrar lo que ya se sabía: que el fiscal general tuvo acceso al texto de ese mensaje tras reclamarlo a sus subordinados. Él mismo ha reconocido que lo hizo para poder emitir una nota de prensa defendiendo con datos la honorabilidad de su institución. Sin embargo, desde el principio quedó claro que no se podía juzgar al fiscal general por dicha nota, que no era delictiva. Es, por cierto, algo que los representantes del Colegio de abogados de Madrid no han comprendido. Uno de los momentos más surrealistas del juicio fue escucharlos argumentar exclusivamente sobre esa nota, sin referirse en ningún momento a los hechos que sí se juzgan. En todo este caso, siempre se ha sabido que el fiscal general legítimamente pidió el correo electrónico y legítimamente lo utilizó para elaborar una nota de prensa. Lo que había que dilucidar es si, además de eso, envió el mensaje a la prensa. Ningún indicio real apunta a que lo hiciera. En los primeros días de la vista, los medios de comunicación más cercanos al Partido Popular de Díaz Ayuso se agarraron a una frase de la fiscal jefe de Madrid, enemiga declarada del acusado, que afirmó haberle reprochado: “lo habéis filtrado”. Ella misma cuenta que su jefe – que niega esa conversación– no le confirmó haberlo hecho. Así que la frase no aporta nada, más que un bonito titular. Por su parte, los distintos jefes de prensa solo demostraron ser personas leales a quienes los contratan y tampoco por ahí pudo rascarse nada. Sí que fue divertido escuchar al siempre chistoso jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso y al siniestro personaje con el que al parecer la presidenta de la Comunidad de Madrid comparte techo. El primero, el inefable Miguel Ángel Rodríguez, nos deleitó con sus invectivas siempre irritadas. Jurídicamente se limitó a corroborar que se había inventado el bulo de que el Gobierno no quería que la imputación del empresario defraudador se saldase con un acuerdo de conformidad. El segundo, el supuesto empresario que se enriqueció desproporcionadamente gracias a la pandemia, tuvo la intervención más teatral de estos días. Ese señor consiguió dos millones de euros simplemente por intermediar en un contrato de venta de mascarillas y otro material sanitario. Luego, parece que intentó no pagar a Hacienda y tuvo la osadía de falsificar una factura por un millón de euros. Cuentan de él también que intentó desgravar de Hacienda la compra de un Rólex, de un saxofón y hasta de hilo dental. Ahora intentó llevar su creatividad a la sala de vistas del Tribunal Supremo, convencido de estar interpretando un personaje shakespeariano. El resultado fue más bien de comedia de Alfredo Landa. Lacrimógeno, se quejó de que le habían hundido la vida: al fin y al cabo, para esta gente lo terrible no es defraudar, sino que se sepa. Protagonizó el momento más tragicómico del juicio, al decir que estaba valorando entre suicidarse o irse de España. El presidente del Tribunal, con cierta retranca, le pidió que lo consultase con su abogado. A cualquier otro la broma le habría podido suponer la entrada en prisión provisional por riesgo de fuga. Más allá de estas intervenciones folklóricas, el grueso de la acusación se fiaba al testimonio de los agentes de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil. Fue decepcionante. No solo para quienes esperaban datos novedosos sino también para quienes creemos tener unos cuerpos policiales modernos e inocentemente pensamos que las películas de Torrente son pura ficción. No se trata solo de que todas las conclusiones de la policía descansaban en mera elucubración sin base fáctica, sino que además se puso en evidencia que en sus informes habían manipulado mensajes, cortando trozos, para que pareciera que decían cosas diferentes de lo que decían. Un disparate que en cualquier país serio sería un escándalo, pero que aquí es solo un detalle de esta trama de títeres. En plena representación teatral escuchamos a agentes de la Guardia Civil decir que la principal evidencia de que quien filtró fue el fiscal general es que él es el jefe de la Fiscalía. Como decir que en la policía solo delinquen los jefes. Por supuesto, la UCO no investigó a nadie más, ni intentó averiguar si había indicios de que alguna otra del centenar de personas que tenía el correo lo hubiera pasado a la prensa. Todo muy edificante. Una vez más ha quedado en evidencia que el único indicio de la acusación es que el fiscal general borró sus correos y teléfonos móviles antes de que se los pidieran. A falta de otras evidencias, esa es la piedra angular del caso. En general, resulta endeble basar una acusación en que alguien no haya dejado pruebas ni rastros en su contra. Más aún, si no se han podido leer los mensajes, aunque sea por culpa el acusado, el derecho a la presunción de inocencia impide asumir que sean inculpatorios. Además, en este asunto, en el que los protagonistas ocupan altísimos puestos de responsabilidad y en un contexto en el que todos los documentos que se intervienen judicialmente aparecen inmediatamente en los medios de comunicación es posible imaginar muchos otros motivos para que un fiscal general quisiera impedir que nadie accediera a su correspondencia. Los testigos de la defensa han colaborado a explicar posibles causas para el borrado de mensajes con la intervención de expertos en seguridad de la fiscalía que respaldaron el hábito de borrarlo todo cada cierto tiempo. No es un argumento definitivo, pero tampoco le corresponde al acusado demostrar que es inocente, sino a la acusación probar que no lo es. Otros testimonios exculpatorios han sido los de diversos periodistas que han declarado solemnemente y bajo juramento que no fue el fiscal general quien les hizo llegar el correo electrónico discutido. Es algo que el tribunal no está obligado a creer a pie juntillas. Aunque nadie duda de que si alguno de los informadores hubiera dado la campanada y señalado directamente al acusado como el origen de la filtración, el Supremo le daría credibilidad absoluta para condenar a García Ortiz. Existen motivos para sospechar que los jueces, o algunos de ellos, están deseando poder dictar una sentencia condenatoria. No solo porque desde el principio no hayan investigado a nadie más, ni porque hayamos llegado a juicio sin indicios mínimamente sólidos, sino incluso porque el propio presidente del Tribunal calificó de amenaza el que un periodista dijera enfrentarse a un dilema moral porque su obligación de guardar el secreto profesional sobre la fuente de sus informaciones pudiera llevar a la condena de un inocente, en alusión al fiscal. En fin, el sainete duró hasta el final. La declaración del acusado tampoco tuvo mucha sustancia. Terminó con una frase que dijo haber acabado de escuchar por la calle y parecía sacada de una canción de Shakira. La verdad no se filtra, se defiende. Nadie ha sido capaz de entender qué quiso decir. Con estos mimbres, los jueces tienen que dictar una sentencia de la que dependen muchas cosas. El futuro vital de varias personas y quizás hasta la estabilidad política del país. Juzguen ustedes.