Cuando el software se escribe «a ojo»: por qué el vibe coding seduce, y por qué conviene desconfiar

Wait 5 sec.

La idea de que cualquiera puede describir lo que quiere y obtener una aplicación funcional sin escribir una sola línea de código ha dejado de ser una fantasía de laboratorio para convertirse en tendencia con nombre propio: vibe coding. El término, popularizado a comienzos de este año por Andrej Karpathy, ha saltado ya a la cultura popular e incluso ha sido elegido palabra del año por Collins, y se refiere a un supuesto cambio de paradigma: delegar en modelos generativos la mayor parte de la programación, quedándonos los humanos con la intención y el criterio. Cada vez me encuentro con más estudiantes en mis clases de MBA en IE Business School que, sin formación técnica previa, se lanzan a crear software funcional utilizando herramientas como Lovable u otras plataformas de vibe coding. Lo hacen con la misma naturalidad con la que antes habrían diseñado una presentación o una hoja de cálculo: describen lo que quieren, pulen unas cuantas instrucciones, y en cuestión de minutos tienen una aplicación lista para usar. Uno de ellos, por ejemplo, desarrolló en apenas una hora una app que permite a los propios alumnos evaluar las presentaciones en grupo con las que abrimos mis clases, algo que antes habría requerido semanas de trabajo o la intervención de un desarrollador. Es un cambio de escala fascinante: el código deja de ser un muro para convertirse en un lenguaje cotidiano. ¿Son aplicaciones sólidas, razonablemente seguras o con un mínimo de calidad? En muchos casos no, en absoluto. Pero… ¿lo necesitan? Que esto ha dejado de ser nicho lo demuestra que medios generalistas de tecnología lo traten como tal y que productos de inteligencia artificial de propósito general, desde Anthropic hasta Google, lo incorporen cada vez más como flujo natural de trabajo. Véase, por ejemplo, la nota de The Verge sobre el reconocimiento del término por Collins o la cobertura de Ars Technica sobre cómo Google lleva «vibes» al terminal con Gemini CLI. Si queremos un emblema empresarial de este fenómeno, hoy es Lovable. La compañía, nacida en Estocolmo en 2023, ha servido de catalizador para un discurso que combina accesibilidad con ambición desmedida. TechCrunch ha documentado su explosión: desde la ronda de ciento cincuenta millones de dólares que la situó en dos mil millones de valoración en verano, hasta el objetivo, proclamado en agosto, de alcanzar mil millones de ingresos anuales recurrentes en los próximos doce meses. Esta misma semana, apuntan que roza los ocho millones de usuarios y que «cada día se construyen 100,000 productos» en su plataforma. No son cifras menores: describen una demanda latente enorme por «software sin fricción» y un apetito inversor que Financial Times ha leído como parte de una burbuja selectiva alrededor de las herramientas de inteligencia artificial para programar, con Cursor y otras plataformas también disparadas en sus valoraciones. Pero el entusiasmo convive con numerosas advertencias importantes: estos asistentes pueden «perseguir fantasmas» y causar estragos en datos de usuarios por errores acumulativos, y su uso es tan absorbente, que un apagón de un proveedor puede dejar a equipos completos «programando como cavernícolas» durante media hora. A la vez, su revisión de encuestas refleja la paradoja de 2025: uso en máximos, pero confianza a la baja. El caso es ilustrativo: vibe coding reduce el coste de intentar cosas, pero ese mismo abaratamiento invita a desplegar código insuficientemente verificado en contextos donde la ingeniería, desde la especificación a las pruebas, la revisión o la observabilidad, pueden no ser en absoluto opcionales. Si revisamos la investigación académica, la idea del vibe coding empieza a salir del anecdotario para empezar a proponer marcos y evidencia. Sarkar y Drosos (2025) formalizan vibe coding como un paradigma conversacional donde el desarrollador «orquesta» intenciones y el modelo compone y re-compone artefactos. Pimenova et al. () describen, a partir de entrevistas y literatura, un «trade-off de velocidad y calidad» que los practicantes asumen conscientemente. Otros trabajos miden degradación de seguridad en ciclos iterativos de «mejoras» automáticas, mientras que estudios recientes sobre mantenibilidad encuentran, con matices, menos bugs y menor esfuerzo de corrección en código generado por LLMs frente a código humano en ciertos conjuntos de tareas. El resultado no es concluyente, pero sí clarificador: vibe coding no es magia: es una reorganización del trabajo en torno a agentes estadísticos, con propiedades y riesgos cuantificables. Este paisaje se complica con señales encontradas por algunos analistas: Wired ha publicado piezas con dos tonos complementarios: la promesa de democratización, o esa sensación de «boceto funcional» que permite pasar de idea a producto en horas, y el recordatorio de que la transparencia y la trazabilidad del código generado por inteligencia artificial no se parecen a las del software abierto, algo que añade claros vectores de riesgo y responsabilidades cada vez más difusas. En paralelo, se enmarca el movimiento dentro de una reconfiguración mayor del ecosistema de herramientas: de Copilot a entornos integrados de desarrollo de tipo «vibe-first», pasando por asistentes capaces de refactorizar durante horas. La moraleja es que el sector se mueve deprisa, pero no necesariamente en la dirección de más robustez por defecto. El dinero, de momento, está empujando. Hay toda una avalancha de capital riesgo hacia empresas de programación con inteligencia artificial, desde Cursor hasta apuestas más agénticas, mientras TechCrunch narra cómo asoman «unicornios exprés» cuyo facturación crece, según sus fundadores, a ritmos de ocho millones mensuales. La pregunta obvia, desde la economía de la innovación, es cuánto de esa curva es adopción sostenible y cuánto es experimentación especulativa que puede evaporarse con la misma rapidez con la que llegó. Si la historia nos enseña algo, es que los cambios reales de paradigma se consolidan cuando el ciclo completo, no solo la generación, se industrializa: pruebas, seguridad, compliance, observabilidad, mantenimiento y, sobre todo, responsabilidad. Mi interpretación personal del tema es que vibe coding no elimina la ingeniería: la desplaza. Cambia dónde ponemos el esfuerzo cognitivo y el control. En lugar de escribir bucles, documentamos intenciones, en vez de optimizar a mano, inspeccionamos y acotamos agentes, y pasamos de la artesanía de la línea al gobierno del sistema. Eso abre la puerta a más gente construyendo más cosas, lo cual es, en general, bueno para la economía de la creatividad, pero también plantea una obligación: elevar el listón de la verificación y la rendición de cuentas. Cuando un asistente «alucina» y borra datos en producción, no es solo «mala suerte»: es un fallo de diseño organizativo que alguien debería haber anticipado. Y cuando una startup proclama crecimientos de seis cifras por día, conviene preguntarse cuántos sobreviven a la primera auditoría de seguridad o al primer bug real. La buena noticia es que ya empiezan a asomar prácticas y herramientas para hacer el fenómeno menos temerario: desde pipelines que intercalan análisis estático y pruebas guiadas por inteligencia artificial para cerrar vulnerabilidades, hasta estudios controlados que revelan dónde el uso de estos asistentes acelera de verdad y dónde ralentiza. Es la diferencia entre «escribir código por vibes» y sistemas gobernados por métricas adecuadas: si sabemos qué riesgos queremos minimizar y qué garantías exigimos antes del despliegue, la conversación pasa de la magia a la ingeniería. Si no lo hacemos, el vibe coding será el nuevo no-code a tope de anfetaminas: útil para prototipar, peligroso para operar. Estamos ante un desplazamiento real en cómo se construye software, con impactos inevitables en formación, empleo y estructura competitiva de la industria. Que el término haya llegado a los diccionarios y al radar de medios de referencia es señal de madurez cultural, que la literatura científica empiece a medir sus límites y a proponer arquitecturas y salvaguardas es señal de que es posible una adopción responsable. Entre ambos extremos, la obligación de quienes diseñan y financian estos sistemas es convertir el simple vibe en algo metodológica y razonablemente más sólido. Si lo conseguimos, habremos democratizado la creación de software sin trivializar la ingeniería. Si no, nos tocará limpiar después los escombros de nuestra propia fascinación.