Con las fechas para el desarrollo del euro digital aproximándose, creo que es interesante reflexionar sobre el tema. Sobre todo, porque si la Unión Europea decide que su dinero se vuelva programable, el debate no es técnico: es político, institucional y, sobre todo, de modelo social. Llevo años defendiendo que dar más poder a bancos y Estados sobre el dinero de los ciudadanos es una mala idea, y que las criptomonedas y los protocolos abiertos representan una alternativa mucho más alineada con la libertad individual y la arquitectura de internet. Lo escribí a propósito del renminbi digital y del reordenamiento monetario mundial, y lo reiteré cuando Bruselas presentó su primer marco para el euro digital: cuidado con la «innovación» mal entendida. Desde esos puntos de vista, intentaré juzgar el proyecto europeo. ¿Dónde estamos hoy? El BCE publicó el 16 de julio su tercer informe de progreso de la fase de preparación (igual que las dos anteriores, iniciada el 1 de noviembre de 2023), y dice estar avanzando en las reglas del esquema, con unos setenta actores del mercado probando casos de uso en una nueva plataforma de innovación. La decisión de emitir o no dependerá de que el Parlamento y el Consejo aprueben el marco legal, algo que la propia Christine Lagarde volvió a pedir con urgencia en junio. La cronología oficial sitúa el cierre de la fase actual en otoño y el BCE sigue «preparando el terreno» a la espera del legislador europeo. ¿Por qué importa? Porque hoy la infraestructura de pagos minoristas europea depende en exceso de redes y dispositivos controlados por compañías estadounidenses. Eso no solo es un problema competitivo, también es geopolítico: la resiliencia de nuestros pagos no puede estar condicionada por decisiones tomadas fuera de la Unión. Desde el propio BCE lo han dicho con bastante claridad, y forma parte de la narrativa de «soberanía de pagos» que intenta justificar el euro digital. ¿Qué euro digital está describiendo el BCE? En principio no sería «dinero programable» en el sentido de imponer condiciones externas a su gasto (el propio BCE insiste en que «los bancos centrales emiten dinero, no cupones»), pero sí habilitaría pagos automatizados a elección del usuario y, sobre todo, un modo «offline» con unos principios de privacidad similares a los del efectivo. Su estatus jurídico sería el de dinero de curso legal, con aceptación obligatoria allí donde hoy ya se aceptan medios de pago digitales, y la distribución recaería en intermediarios supervisados (bancos y entidades de pago), con límites de tenencia para evitar que se vacíen los depósitos bancarios. No devengaría intereses. Todo eso está ya, negro sobre blanco, en documentos del Parlamento Europeo y de la Comisión. En paralelo, Bruselas y Frankfurt repiten que la privacidad será «por diseño», especialmente en el modo sin conexión. Suena bien, pero necesitamos algo más que promesas: el Supervisor Europeo de Protección de Datos y la Junta Europea de Protección de Datos han pedido garantías sólidas y límites estrictos a cualquier tentación de «funcionalidades extra» que pudieran, en la práctica, erosionar el anonimato. El diablo, como siempre, estará en el reglamento y en cómo se implementen los deberes de prevención del blanqueo. Para entender lo que está en juego conviene mirar a China. El e-CNY nació con «anonimato controlable» y capacidad de ejecutar contratos inteligentes, y sus pilotos incluyen usos con condiciones para pagos y prepagos supervisados. No es ciencia-ficción: es una arquitectura que, si se cruza con incentivos políticos, permite experimentar con dinero «perecedero» o geográficamente restringido. Por eso muchos vemos ahí un ejemplo de cómo una CBDC puede reforzar el control estatal sobre la economía. El propio Banco Popular de China lo reconoce en su documentación, y la literatura del BIS explica bien esa lógica de programabilidad. En su adopción, las experiencias con las CBDC existentes piden prudencia. Nigeria lleva años empujando el eNaira y su peso sobre el circulante sigue siendo marginal. Jamaica avanza, sí, pero con un despliegue todavía limitado y dependiente de incentivos y mejoras en los puntos de venta. No son pruebas concluyentes, cada país es un mundo, pero sí un aviso contra las promesas grandilocuentes: no basta con un decreto o una app del banco central para cambiar hábitos de pago de millones de personas. ¿Qué gana Europa con un euro digital? Fundamentalmente, un instrumento público y paneuropeo que presione a la baja las comisiones, que reduzca barreras entre países y que discipline a un sector hoy dominado por redes y dispositivos no europeos. Para el ciudadano, la promesa interesante es un medio de pago digital gratuito, universal, instantáneo y con un modo offline aparentemente privado. Incluso podría reforzar la competencia (si el esquema y las APIs se abren de verdad) y mejorar la resiliencia ante fallos o coerción externa. Ahí hay valor. ¿Y los riesgos? Precisamente los que llevo años señalando: que la «no programabilidad» se convierta, por la puerta de atrás, en un catálogo de «pagos condicionados» que acaben dinamizando la economía a golpe de cupón, restricción o fecha de caducidad; que los límites de tenencia se transformen en una burocracia absurda para el usuario; o que la obsesión por el cumplimiento normativo acabe dejando un rastro de datos innecesario. Es cierto que el BCE repite que no habrá dinero-cupón, pero también que quiere estandarizar pagos condicionados en el esquema y que el legislador europeo ha de fijar límites claros. Si este proyecto sale adelante, las líneas rojas deben quedar en la ley: nada de caducidades o restricciones ajenas a la voluntad del usuario, privacidad «cash-like» verificable por terceros, minimización estricta de datos, y reglas de interoperabilidad que impidan «jardines cerrados» de facto. El calendario político es el que es: el expediente sigue en el tren legislativo del Parlamento, con el BCE presionando para que se cierre el marco cuanto antes. De ahí saldrá, probablemente, una decisión del Consejo de Gobierno a finales de año o cuando la tramitación esté madura. Mientras, el banco central va puliendo el reglamento y hace pruebas con actores europeos, incluidas fintechs, para no llegar tarde a un mundo en el que Estados Unidos ha decidido dejar que sean las «stablecoins» las que marquen el paso y China ha convertido su moneda digital en un instrumento de gobernanza. El objetivo europeo de soberanía no me parece equivocado: lo discutible es el medio. Mi posición, con todo lo anterior, sigue siendo escéptica, pero tampoco nihilista. Un euro digital estrictamente acotado, con garantías fuertes de privacidad offline, límites de tenencia razonables y una arquitectura que fomente competencia real y no la captura regulatoria podría tener sentido como «opción pública de pagos». Pero no reemplaza la innovación que ya existe en la capa de protocolos: criptoactivos, segundas capas y stablecoins bien reguladas y abiertas que devuelvan el control al usuario. Si el euro digital se convierte en el caballo de Troya para introducir funcionalidades de vigilancia o «dinero perecedero», lo rechazaré con la misma firmeza con la que critiqué la deriva china. Si sirve para recuperar soberanía europea sin sacrificar libertad, y el código y las reglas lo demuestran, estaré encantado de revisarlo y probarlo. Esa, y no otra, es la conversación que Europa debe tener ahora mismo.