los de los ochenta tenemos en Madrid un refugio de cartón piedra. Últimamente, la prisa está sustituyendo a la pena. Es muy probable que, por este motivo, la gente ya no llora. Se medica. Todo tiene una pastilla que calme una falta. O el exceso de algo. De noche se escucha el ruido abierto de una ciudad que no cierra. En sus lindes hay personas que no pueden dormir, que se han hecho mayores de golpe, sin darse cuenta. Ayer eran ellos quienes vociferaban volviendo a casa de tomarse la última, de cerrar otro bar. Y con sus ganas rotas de ser de nuevo , se cierran persianas que no volverán a abrirse. Como aquel bar de jazz en la Plaza del Ángel que no por falta de ganas, o fuerzas, va a poder seguir con lo suyo. Es el Café Central y muy pronto dejará de ser para quedarse en era, porque el legítimo propietario del local no se quiere quedar fuera de la ola de pasta que asuela Madrid. Y no se le puede culpar por ello. Es a nosotros a quien debemos tirar de las orejas. 43 años y 14.000 conciertos después, el refugio de las almas tristes de la ciudad no puede seguir respirando. Parece una canción de las que llevan sonando décadas entre sus cuatro paredes. Porque si el jazz es la definición de la improvisación, el Central era torre de Babel. Por su escenario, como un pequeño altar al que miraban todas las mesas de la sala, han tocado leyendas como Boy Watson, Victor Jones, Tete Montoliu, Pedro Iturralde, Jerry González, Barry Harris o Ben Sidran, que llegó a reconocer que ningún otro garito del mundo le dejaba tanta huella. Porque no somos simplemente lo que hacemos. También somos cómo lo hacemos. Y en el Café Central todos nos hemos hecho de esta manera alguna vez en nuestra vida. Para llevarnos a alguien y fardar de ciudad, para agarrar un salvavidas en algún naufragio, para escuchar el mejor jazz del país, para seguir abriendo las puertas de la imaginación… Todos hemos sido directa o indirectamente del Central alguna vez. El mes de agosto de 1982 abrió sus puertas por primera vez. Entre espejos artdecó, madera y luz de mesilla de noche, el Café Central trajo a Madrid la esencia de los mejores bares de Nueva York o Londres, como el Ronnie Scotts de Alburquerque 14, el de Germán, Clamores, o la Galileo Galilei. Juntas formaron un tridente del talento musical en la Villa. Pero además lo hacían de lunes a domingo, o descansaban uno como máximo alternando una noche que no terminaba nunca en Madrid. Ahora que todo se parece, perder Café Central es solo un síntoma más de nuestra enfermedad. Lo que me preocupa es que no haya tratamiento para esta patología. Es casi como una enfermedad rara, de esas a las que no hay laboratorio que investigue porque no renta. Lo curioso es que el hombre de hoy, si padece en masa esta especie de tumor, pero deja más retorno que no encuentren la cura. Y en esas estamos, buscando la pastilla que pueda consolar la cojera que padecemos. Entre tanto, abrimos discotecas que le gustan a Jeff Bezos, se venden casas por veinte millones de euros y uno no distingue el olor de la tienda de ropa esa que vende vaqueros a trescientos pero que huele igual que esa otra que visitamos en París. ¿O era Londres? Ya no estoy seguro. Puede que solo fuera otra que se parece mucho pero no recuerdo. El Café Central está intentando trasladarse a otro local, otra zona más barata o estudiando soluciones que puedan hacer que siga sonando. 35 nóminas dependen de ello. Y miles de personas que tejieron su memoria entre la música y el vaso, entre el cigarro y su pelo. Puede que la vida consista también en admitir las pérdidas. Pasa en todas las familias. Pero cuando no son las personas sino el paisaje quienes se borran del cuadro, parece que los actores grabamos con un fondo de croma, de esos verdes en los que uno puede pintar cualquier escenario. Como si fuera un filtro de una foto de red social. Como si ya dejara de importar lo que nos ha hecho distintos del resto de las ciudades.