El verde limón del poeta Emilio Gavira

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Contaba García Márquez en el prólogo de encargo para el diccionario de una famosa editorial española su deliciosa aventura con el vocablo “amarillo”. Al Nobel colombiano siempre le extrañó que en los diccionarios confeccionados en Europa, incluso en aquel remoto de Sebastián de Covarrubias, del siglo XVII, se definiese “amarillo” como “del color del limón”. También refería el autor de Cien años de soledad que le inquietó igualmente aquel poema lorquiano de Antoñito El Camborio cuando leyó que fue tirando limones al agua “hasta que la puso de oro”. Y que no descubrió la clave de su confusión hasta que, ya bastante adulto, tuvo la oportunidad de cruzar el Atlántico y vio por primera vez limones amarillos, porque resulta que allá en el Caribe los limones no pasan jamás de su color verde.La anécdota me parece un símbolo precioso para indagar con precisión en la poesía tardía pero suculenta de mi paisano Emilio Gavira, que ha convertido “el verdor del limonero”, un verso nada aleatorio de su anterior poemario y ópera prima (Ahora que el tiempo nos alcanza), en la quintaesencia de todo lo perdido que vuelve ahora, con persistencia cernudiana, con evocación manriqueña, con esa convicción en el fondo tan literaria de que “cualquier pasado fue mejor”, y hasta en la mejor imagen con que se ha dejado iluminar para titular su segundo libro de poemas. El verdor del limonero, una vez más al cuidado de Ediciones Pangea y ahora con exquisito prólogo de Rocío Fernández Berrocal, se lee como un viaje inverso por las venas del tiempo, fotosíntesis de una memoria convertida en ritmo, a partir del amarillo intenso en que contemplamos nuestros limones de aquí y de ahora, para, en rigor, llegar a aquella “infancia perdida / y en el tiempo diluida, / entre aquellos muros altos / y el verdor del limonero”, que es como remata este poeta de Los Palacios su propio prefacio, titulado tan intencionadamente “El oro dormido”…Tiene la poesía de Emilio Gavira un sentido clásico tan acendrado, que precisamente por eso no surgió antes; un sentido del ritmo tan intimista y un amor por la precisión léxica y la búsqueda ilusionada del adjetivo más eufónico posible, que no necesita nunca rimas impostadas, pero sí una métrica pautada a la que demuestra un respeto religioso porque comprende con sus huesos que no todo lo que se escribe, al contrario de lo que se lleva hoy en día, puede ser poesía.La poesía de Gavira va en la dirección contraria de la poesía que triunfa hoy fuera de los libros, y ahí radica su originalidad, en su vuelta al origen. Desde luego, él sí entiende el ejercicio poético como una vuelta a su propio origen a través de la prístina fragilidad que supone la palabra como vehículo. Y también entiende que esa palabra encendida es la única posibilidad que le queda a la vida ineluctable de resucitarse cual mariposa “traspasada y yerta para siempre / por las crueles agujas del tiempo”. Por eso escribe y por eso elige la lírica. Y hay que agradecérselo.La fuerza evocadora del patioEn la intimista poesía de Gavira, todo empieza y seguramente también termina en un patio con todas las connotaciones de la cultura árabe y romana, es decir, en un patio andaluz y particularmente sevillano, de esos que cada vez menos andaluces conservan en su memoria, ni siquiera heredada, de muros encalados, verde reja, arriates y macetones donde se cría todo un ecosistema de riqueza tanto vegetal como lingüística, porque más allá de las flores en sí, también aromatizan la lectura, como vocablos melódicos, los jazmines, las buganvillas, los geranios, las damas de noche y las ipomeas que pueblan esta poesía de Gavira, florecida efectivamente en un patio del fondo de su propia evocación, heredera por su vocacional clasicismo de los mejores versos de su paisano Romero Murube y su jardín cerrado pero también, por su innegable sentido elegíaco, de otros maestros contemporáneos como el murciano Eloy Sánchez Rosillo.En esta línea tan revitalizante de la vida que se crece sobre su propia experiencia recordada, el adulto Gavira hace volver al niño que él mismo fue por un patio que existió, en aquellas casas sobre el solar del legendario castillo derruido que dio origen a Los Palacios, con su suelo de guijarros empedrado y, como eternamente, bajo “la sombra verde del limonero”. En el reino de la sinestesia, Gavira se mueve cómodo, y se le nota su doble perfil vocacional de pintor en la práctica y músico en la teoría perfectamente capaz de oír aunque no estén ya (ceniza o polvo enamorado) “el rumor de los pájaros / que en la tarde buscan la fronda”, “el canto del mirlo en el torreón, / la llamada del vendedor ambulante, / los toques de las campanas convocando / a la misa vespertina o los acordes / flamencos de una guitarra cercana”.Con esa ineludible música de fondo, el poeta es capaz de rescatar, a pesar de “un tiempo perdido que se deslíe / en los turbios frunces de la memoria”, las solapadas imágenes de quien fue él mismo subido en un corcel de cartón o jugando en aquel corral de malvas con el balón que le echaron los Reyes o acercándose a las tinajas del orujo o, ya adolescente, en aquella cocina transformada en estudio para dar rienda suelta al surrealismo de toda juventud deslizada sobre un lienzo que exige el autorretrato, creyéndose, con la ingenuidad de todo artista, el color de la rosa… y la pena de la azucena… Por ello, esta primera sección del poemario centrada en el patio se remata con un poema majestuoso en la línea de aquella desolación de la quimera para un peregrino empeñado inútilmente en volver. Gavira no es que quiera volver a España, a Andalucía o a Los Palacios, de donde nunca se ha marchado, sino a un tiempo irrecuperable, a ese patio lejano que un día fue tan suyo.Alusiones y sesgos a su profunda culturaAl verdor del libro de Gavira le sobra luz para alumbrar toda una colección de motivos culturales más allá del patio en sí, desde las alusiones a sus escritores preferidos –de Miguel de Cervantes a Rosalía de Castro sin olvidar a sus admirados Gabriel Miró o Juan Ramón Jiménez- hasta los mitos que más sufrimiento destilaron sobre la compresión humana de lo que representaban –de Troya a la muerte de Orfeo y de Narciso a Dafne, pasando por Filemón y Baucis. Y, por supuesto, la mitología que encierran los propios emblemas semióticos de su patria chica, empezando por la propia torre del campanario de la iglesia, a la que le dedica unos sesgos como los que Romero Murube les dedicaba a las calles de Sevilla, pero con más vocación lírica que el autor de Los cielos que perdimos, entre la soleá y el haiku y empapados de intertextualidad con aquel ciprés de Silos que a Gerardo Diego le dio para demostrar el oficio con la metáfora que iba a destilar todo el 27. “Erguida presencia. / Atalaya sonora. / Horizonte de luz”, llama a la torre de Santa María la Blanca después de dedicarle el juego completo a un humilde pintor paisano llamado Cipriano Galván y al que él conoce por llevar la torre en su mirada de pintor. “Airoso tallo rojigualdo, / tal Venus emergiendo / del casar palaciego”, continúa, y así hasta la veintena: “Lirio encendido / de bermejas vibraciones / en el cielo prendido”…En toda esa ráfaga de alusiones culturales no podía faltar la focalización de Don Quijote de la Mancha en tres sonetos blancos o una tríada de décimas dedicadas al pastor Endimión, a la luna de noviembre y a los vencejos de la torre, su torre, desde la que se otea un paisaje que lo emparenta con otro poeta absolutamente olvidado y que siempre tuvo Gavira en gran estima: Manuel de Fora… Por ahí –por la misma concepción plástica de la marisma- respiran esos vencejos que “vuelan libres” “en torno a la torre / y apenas la brisa corre / bajo cerúleos reflejos. / Rumores vienen de lejos, / de los bastos arrozales / separados en bancales, / donde florecen los lirios / entre el continuo murmurio / de los verdes carrizales”.El lector comprenderá a estas alturas que hay una razón para haber titulado así esta columna con vocación de reseña, y es que nunca sabremos si lo que persigue Gavira es el verde limón de su infancia, que no deja de ser un color irrecuperable, o el limón verde que aquí sí madura para causarle a García Márquez confusiones transatlánticas. Pero el traslúcido verdor del limonero se nos queda en la retina cuando levantamos la mirada del libro hacia el cielo para seguir viviendo.